Número 92 (octubre de 2019)

Sin pacto: 10 razones para el desencuentro (II)

Ferran Lalueza

En la primera entrega de este artículo, vimos que los líderes políticos no están particularmente motivados para pactar, porque, a menudo, piensan que la desafección generada por la reiteración de comicios puede beneficiarles electoralmente y porque, en cualquier caso, la culpa del fracaso negociador tiende a difuminarse. En esta segunda entrega, seguimos analizando las razones que nos han abocado a la nueva cita electoral del próximo 10 de noviembre.

El tercer motivo propiciador del desencuentro es que a nadie le gusta pactar con el diablo. En general, entendemos que toda negociación requiere, como base para posibilitar cualquier avance, que exista confianza entre las partes. Sin embargo, si algo define al diablo, es precisamente la evidencia de que no es digno de confianza.

 

¿Cómo saber si, para los líderes políticos, la contraparte negociadora con la que se esperaba que llegasen a pactar constituía, en realidad, un ente diabólico? Robert Mnookin (2011), catedrático del programa de Negociación en la Facultad de Derecho de Harvard, define así al diablo: «Un enemigo que con toda intención nos ha perjudicado en el pasado o que pretende hacerlo en el futuro. Alguien en quien no confiamos. Un adversario cuyo comportamiento puede ser considerado malicioso».

 

Atendiendo al contexto político español actual, lo cierto es que la definición propuesta por Mnookin –el principal referente académico mundial en materia de resolución de conflictos– encaja razonablemente bien con la percepción que, con toda probabilidad, cada dirigente político tiene de sus rivales electorales. La demonización del adversario, por tanto, supuso una importante barrera a la hora posibilitar acuerdos que permitieran desbloquear la situación.

 

Una cuarta traba se deriva de lo que podríamos denominar la ingeniería de pactos, es decir, la actividad negociadora que los partidos políticos habían desplegado o estaban desplegando en paralelo para obtener y consolidar posiciones de poder en otros ámbitos, como el autonómico y el local. No olvidemos que, apenas un mes después de la celebración de las elecciones generales del 28-A, España volvió a las urnas para afrontar las municipales, las elecciones al Parlamento Europeo y, en muchos casos, también unas autonómicas.

 

Así, mientras las negociaciones destinadas a hacer posible la formación de gobierno español se enquistaban –tal como hemos constatado finalmente– sin remedio, los partidos se afanaban por cerrar acuerdos que les permitieran arañar parcelas de poder en ayuntamientos, diputaciones provinciales, cabildos y consejos insulares, juntas generales, gobiernos autonómicos y demás plazas en liza. Sin embargo, cada acuerdo logrado en estos ámbitos alejaba más y más la posibilidad de un pacto de carácter estatal.

 

¿Cómo iba ese partido progresista a sentarse siquiera en la mesa negociadora con el partido que había pactado con la ultraderecha en diversos gobiernos autonómicos? ¿Cómo iba ese partido ultraconstitucionalista a plantearse ningún tipo de acuerdo con una fuerza que había pactado en una diputación provincial con aquel partido independentista? Así, mientras en los ámbitos municipal, provincial y autonómico regía aquello de «los amigos de mis amigos son mis amigos», en el ámbito estatal se imponía más bien la idea de que los amigos de mis enemigos son mis enemigos, lo cual dejaba muy poco margen –de hecho, ninguno– para opciones viables de acuerdo.

 

El quinto obstáculo afrontado a la hora de pactar fue la presión permanente de las bases en contra de determinadas alianzas que podrían haber favorecido el desbloqueo. El famoso «¡Con Rivera no!» que resonó la noche electoral en la calle Ferraz, en Madrid, constituye solo un ejemplo de la decidida voluntad del electorado a la hora de marcar líneas rojas que excluyeran rotundamente las opciones consideradas más antipáticas por militantes y seguidores.

 

Hace unos lustros, muchos dirigentes políticos se habrían visto capaces de lidiar con esta clase de restricciones y obtener acuerdos que, después, habrían sabido vender a sus bases mediante hábiles estrategias de relaciones públicas y comunicación. Basta con recordar, por ejemplo, como en 1986 el entonces presidente Felipe González defendió la controvertida permanencia de España en la OTAN ante un decisivo referéndum, a pesar de que abandonar esta organización internacional había sido una de las promesas electorales estrella del PSOE.

 

Actualmente, no obstante, el electorado cuenta con un arma antes impensable que le permite en todo momento mantener e incluso incrementar la presión dirigida a sus líderes cuando estos parecen dispuestos a tomar una decisión impopular. Esta arma son las redes sociales, que han contribuido a democratizar radicalmente los procesos comunicativos, de tal forma que hoy cualquier ciudadano tiene, al menos potencialmente, la capacidad de hacer oír su voz de forma permanente y masiva. La contrapartida es que las redes sociales también se convierten a menudo en un altavoz distorsionador de los posicionamientos más extremos y vociferantes, contribuyendo así a expandir un tribalismo maniqueísta y excluyente que propicia la polarización y sataniza cualquier intento de acercamiento entre las partes confrontadas.

 

En este contexto, pactar asusta. De hecho, es obvio que asusta más que no hacerlo. En la próxima entrega de este artículo, seguiremos analizando los motivos que han propiciado el desencuentro y nos han empujado a la repetición electoral.

 

Para saber más:

MNOOKIN, Robert H. (2011). Pactar con el diablo: cuándo negociar y cuándo luchar. Barcelona: Zenith Planeta.

 

Cita recomendada:

LALUEZA, Ferran. Sin pacto: 10 razones para el desencuentro (II). COMeIN [en línea], octubre 2019, no. 92. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n92.1965

comunicación política;  medios sociales;  relaciones públicas; 
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