Número 107 (febrero de 2021)

Relato y poder

Ferran Lalueza

En lo (poco) que llevamos del 2021, ya se han registrado dos situaciones muy notorias que algunos han interpretado como una amenaza para la libertad de expresión: en enero, la clausura de la cuenta de Twitter del expresidente estadounidense Donald Trump; y en febrero, el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. El poder del relato y el relato del poder se entrecruzan en ambos casos, evidenciando que, en comunicación política, el storytelling emocional se impone hoy a toda aproximación racional a los hechos.

El pasado 8 de enero, Twitter anunció que suspendía definitivamente la cuenta de uno de sus usuarios más conspicuos: el entonces todavía presidente de los Estados Unidos Donald Trump. Con 88 millones de seguidores, la cuenta @realDonaldTrump dejó de existir de un día para otro y se privó así al ahora ya expresidente de su canal de comunicación favorito.

 

La decidida actuación de Twitter se produjo dos días después de que una multitud espoleada por Trump asaltara el Capitolio de Washington (sede del poder legislativo estadounidense) y provocara incidentes que se saldaron con cinco muertes y más de una decena de heridos. Sin embargo, no tardaron en surgir voces que condenaron la medida y la consideraron un peligroso ataque a la libertad de expresión.

 

Más recientemente, el 16 de febrero, el rapero Pablo Hasél fue detenido e ingresó en prisión para cumplir condena por un delito de enaltecimiento del terrorismo. La Audiencia Nacional rechazó suspender la ejecución de la pena a causa de los antecedentes de Hasél, que acumula un denso historial de agresiones, amenazas, obstrucción a la justicia, injurias y calumnias, además de ser reincidente en la mencionada apología terrorista.

 

Desde el mismo día de su encarcelamiento, las manifestaciones de protesta se han sucedido en distintos puntos de España, y han concluido a menudo con una retahíla de actos vandálicos, de enfrentamientos extremadamente violentos con la policía y de saqueo puro y duro. La defensa de la sacrosanta libertad de expresión ha llevado a algunas fuerzas políticas a justificar la actuación de los grupúsculos violentos causantes de estos graves disturbios y a desmarcarse de la actuación policial. Paradójicamente, en algunos casos este desmarque se ha producido incluso por parte de aquellos que ostentan la responsabilidad política sobre los cuerpos de seguridad.

 

¿Está la libertad de expresión realmente amenazada o se trata de un mero relato que conecta eficazmente con nuestros miedos y valores en términos emocionales? De acuerdo con Seargeant (2020), aunque históricamente el storytelling siempre ha desempeñado un importante papel en la política, la actual mixtura de medios digitales, populismo y partidismo lo están convirtiendo en una pieza cada vez más relevante del proceso persuasivo orientado a la caza de votos.

 

En el relato de la actualidad política, nadie quiere aparecer caracterizado como enemigo de la libertad de expresión. Sin embargo, incluso en el ejercicio de un derecho tan esencial para el juego democrático como el que nos ocupa, parece razonable asumir algunas limitaciones. El discurso del odio y la incitación a la violencia marcan líneas rojas que no deberían ser traspasadas impunemente, ni tan siquiera a golpe de tuit o de rap.

 

Si queremos ser adalides de la libertad de expresión, tal vez convenga empezar aceptando que el verdadero problema no es que una empresa privada como Twitter deje de prestar servicio a un usuario que, de manera flagrante y reiterada, ha incumplido las normas de uso establecidas por dicha empresa y aceptadas por quienes utilizan sus servicios. El problema de fondo es que hemos permitido que las redes sociales –que no son más que iniciativas particulares en pos del máximo beneficio económico– se conviertan en actores clave a la hora de modelar el debate político.

 

Y si queremos ser adalides de la libertad de expresión, tal vez convenga aceptar también que el verdadero problema no es que una persona que acumula sentencias condenatorias por delitos tipificados acabe en la cárcel. El problema de fondo es que, a estas alturas del siglo XXI, un delito de opinión pueda conllevar penas de prisión.

 

La apabullante influencia de las redes sociales en la configuración de la opinión pública no contribuye precisamente a que esta esté tan bien informada como sería deseable, pero las fuerzas políticas aún no se han conjurado para regular la cuestión de forma efectiva. Tampoco parecen estar por la labor de actualizar el código penal vigente en sintonía con los valores de nuestro tiempo. No obstante, nada de esto les impide rasgarse las vestiduras ante casuísticas meramente circunstanciales, pero de visibilidad estentórea, que presuntamente amenazan la libertad de expresión.

 

Los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX utilizaban el poder para imponer su relato: es el relato del poder. Posteriormente, en los regímenes democráticos, las fuerzas políticas han buscado imponer su relato para conseguir el poder: es el poder del relato. En el contexto actual, sin embargo, a veces parece que dichas fuerzas hayan renunciado a ejercer el poder para blindar así el relato que les permite ostentarlo. Quizá sea porque, tal y como afirma Salmon (2010), el objetivo de la política ya no es cambiar el mundo, sino cambiar el modo en que es percibido.

 

Para saber más:

Salmon, Christian (2010). Storytelling: Bewitching of the Modern Mind. Londres: Verso.

Seargeant, Philip (2020). The Art of Political Storytelling: Why Stories Win Votes in Post-Truth Politics. Londres: Bloomsbury.

 

Cita recomendada

LALUEZA, Ferran. Relato y poder. COMeIN [en línea], febrero 2021, no. 107. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n107.2114

comunicación política;  medios sociales;  régimen jurídico de la comunicación;  comunicación de crisis; 
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