Hace algunos días me topé con un artículo en el que se recogía la opinión de diferentes ciudadanos valencianos a propósito de la para mí ignominiosa actuación policial del mes de febrero durante las protestas estudiantiles originadas alrededor de la situación del IES Lluís Vives. Bajo el epígrafe “La opinión de los valencianos”, todas ellas eran profundamente críticas con los poderes públicos y solidarias con la actitud de los estudiantes y de los manifestantes. Yo me sentía emocionado y encantado de la vida leyéndolo porque, al fin y al cabo, estaban diciendo lo que yo quería oír. Entonces recordé que se acercaba el día de preparar un artículo que quería dedicar a cómo construimos nuestras opiniones a partir de lo que leemos, escuchamos y vemos en los medios y lo he escogido como punto de partida.
Más allá de la anécdota concreta, lo que me parece fascinante es cómo llegamos a dar por hecho grandes verdades a partir de dosis parciales. Los expertos en encuestas de opinión aprovecharían la ocasión para poner sobre la mesa las bondades de su trabajo estadístico, la precisión de la organización de sus muestras, sus mínimos márgenes de error... La verdad es, pues, estadística, probablemente. Pero a mí siempre se me plantean dudas, como el hecho que diferentes estudios lleguen a diferentes resultados en función del método empleado o, simplemente, según quien encarga el estudio. La cita destacada, popularmente atribuida a Winston Churchill, no está acreditada. De hecho, hay quién la considera obra nada más y nada menos que del ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels con el objetivo de presentar a quien era en aquel momento primero ministro británico como una persona poco de fiar. De ser cierto, nos encontraríamos con una ironía dentro de otra ironía (como mínimo).
Y después está el uso que se hace de las estadísticas: cuántas veces se convierten en herramientas de enfrentamiento dialéctico en tertulias y entrevistas a los medios de comunicación en función de qué datos y cruces de datos se seleccionan y, por supuesto, desde qué punto de vista se interpretan. Y finalmente, un hecho menos mencionado, pero no por eso menos importante: no todo el conocimiento sobre el que nos rodea es igual de apto para el análisis estadístico.
Lo que me lleva hasta el extremo de nuestro conocimiento metonímico. A los casos particulares, altamente impactantes, que aparentemente permiten extraer conclusiones sobre colectivos enteros. En su versión más dramática nos encontramos con los prejuicios raciales, xenófobos o sexistas a raíz de episodios luctuosos. Pero no es mi intención ponerme tan serio. Me quiero centrar en áreas de nuestra vida más superficiales pero que funcionan de idéntica manera: las opiniones desafortunadas amplificadas en los medios (los famosos suelen ser el objetivo principal de estos paparazzi verbales), o las entrevistas a pie de calle sobre temas de cultura general o de actualidad donde los entrevistados dan respuestas erráticas o claramente incorrectas, pasando por los reportajes sensacionalistas que nos muestran qué hacen supuestamente nuestros jóvenes cuando no los controlamos. “¿Que quién era Franco? Pues un ministro de algo, me parece, de hace unos años...” . “¿Que qué es el Antiguo Testamento? Pues... la vida de Jesús antes de Cristo...”. “¿Que qué he hecho este fin de semana? Pues no me recuerdo, ja, ja, ja...”. Nos fascinan las meteduras de pata, las recogemos en libros en forma de anecdotario escolar o de respuestas catastróficas en exámenes, las convertimos en secciones de espacios de humor o magazines. Y la conclusión es clara: “¡la gente está fatal!”. Y lo decimos a las conversaciones de café, sí, pero también en las tertulias de alto nivel intelectual, sobre todo si permiten poder cuestionar la formación y la valía de las hedonistas nuevas generaciones. Los que no leen, no estudian, no trabajan, no tienen espíritu crítico, no hacen más que mirar la televisión (privada), jugar a videojuegos, estar enganchados al Facebook, descargar contenidos ilegales y cosas peores.
Dejando aparte que esto supone abandonar cualquier justificación de raíz ya no estadística sino mínimamente rigurosa y sistemática (porque, ¿quién es “la gente”, al fin y al cabo?), estamos pasando varias cuestiones por alto. ¿Cuáles? En primer lugar, que estos errores se suelen presentar fuera de su contexto sociodemográfico, psicológico, geográfico e histórico; que una entrevista para televisión a pie de calle es inevitablemente intrusiva; que el tono desenfadado de la pregunta puede influir en el de la respuesta sobre el terreno; que el entrevistado valorará el contenido como poco trascendente (el que le hace gracia es posiblemente salir por la tele); que el objetivo de este tipo de entrevistas es precisamente coger las respuestas más sorpresivas, con lo cual no podemos ignorar que hay un proceso de casting de quien puede ser potencialmente un entrevistado que dé más juego (normalmente intuitivamente, otra cosa es que alguna cadena de televisión haya optado por poner directamente figurantes con frase), y, por supuesto, que habrá un posterior proceso de selección de las respuestas más desternillantes. Y, punto a donde quería llegar: que en nuestra cultura todavía damos máxima importancia a la capacidad de articulación racional del conocimiento o, dicho de otro modo, sólo se da valor a aquello que somos capaces de explicar ordenadamente.
Este es un problema con el cual tienen que enfrentarse los estudiosos del comportamiento de las audiencias reales (no las imaginadas, las supuestas, las agregadas estadísticamente): la dificultad que tienen (tenemos) estos consumidores culturales, sobre todo los más dedicados, de expresar en palabras cuál es su vínculo con un producto cultural. En una cultura tan altamente mediatitzada y donde el componente de vínculo afectivo es tan importante, resulta a menudo difícil expresar de forma clara y precisa porqué nos interesa, emociona o entusiasma una película, una serie de televisión, un libro, un juego, un disco o incluso una celebridad. Y este tipo de conocimiento de componente más emocional es difícilmente recogido en cuestionarios cerrados o a través de entrevistas de ritmo televisivo, donde probablemente el sujeto responderá con vaguedades e indecisión. De hecho, es la propia dificultad de expresión racional lo que nos empuja a buscar el contacto de aquellos que sabemos comparten idénticos sentimientos a través de comunidades de interés o las redes sociales, a menudo ante la indiferencia de destacados representantes de generaciones que han crecido con la consideración de que la adquisición de conocimiento enciclopédico es la culminación de los procesos de aprendizaje.
Cualquier método puede ser válido para contribuir a generar opinión sobre aquello que nos rodea; el problema es convertir la anécdota en caso general, no tener en cuenta que no todo aquello que no se puede expresar racionalmente es en sí símbolo de incultura y que toda vía para acceder al conocimiento es imperfecta y, por lo tanto, inevitablemente discutible y debatible. Que, en definitiva, nada es estable ni immutable. ¿Que hay gente que está fatal? ¡De acuerdo! Pero nada nos permite afirmar que “la gente” está fatal. Si no nos podríamos acabar convirtiendo en los sujetos de otra famosa cita, de nuevo sólo quizás atribuible a Churchill: “un fanático es aquel que no puede cambiar de opinión, ni tampoco quiere cambiar de tema”.
Para saber más:
Barker, M.; Mathijs, E. (eds.) (2008). Watching the Lord of the Rings: Tolkien’s world audiences. New York: Peter Lang.
Cita recomendada
ROIG, Antoni. ‘Trending’ tópicos: ¡la gente está fatal! Y otras cuestiones sobre cómo construimos nuestras opiniones a través de los medios. COMeIN [en línea], marzo 2012, núm. 9. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n9.1216