Una cálida tarde de verano de 2005 un hombre de veintiocho años entró en un cibercafé de Taegu, en Corea del Sur. Se llamaba Lee Seung Seop. Allí se conectó a un ordenador y se puso a jugar a Starcraft, un juego de simulación de batallas en línea con gráficos trepidantes y un argumento ingenioso sobre humanos exiliados que luchan por la supervivencia en el extremo de la galaxia. Lee se sumaba a una sesión maratoniana: en las cincuenta horas siguientes solo se levantó de la silla para beber agua, ir al baño o hacer una breve siesta en una cama improvisada. Cuando sus amigos finalmente lo localizaron en el café, le pidieron que dejara de jugar. Lee les respondió que no tardaría en acabar y que pronto se iría a casa. A los pocos minutos le falló el corazón. Se desplomó al suelo y murió.
La triste aventura de Lee corrió entonces como la pólvora en los titulares de diarios de todo el mundo. El caso disparó las alarmes de los detractores de los videojuegos. Entidades educativas, asociaciones de padres, sociólogos y pedagogos no tardaron en señalar que aquello era una advertencia; la prueba de que los artilugios electrónicos que pueblan nuestro mundo deberían llevar un aviso sanitario.
La historia de Lee es una de las muchas anécdotas que recoge Carl Honoré, escritor y periodista escocés, en su libro Bajo presión: cómo educar a nuestros hijos en un mundo hiperexigente. Con una prosa persuasiva, Honoré nos invita a indagar sobre los modos de vivir la infancia y la juventud en una época en que las TIC transforman nuestra vida cotidiana de muchos modos sorprendentes.
Es evidente que la historia de Lee retrata un caso extremo. Hoy sabemos lo suficiente sobre videojuegos para entender que, como cualquier otro recurso cultural, de su uso depende su beneficio. Es verdad que los juegos de ordenador pueden funcionar como ricas herramientas de aprendizaje y socialización pero, aún así, ¿qué padre celoso de sus hijos no ha sentido alguna vez el acecho del fantasma de Lee Seung Seop?
Al igual que el mundo que los rodea, los niños de hoy se mueven más que nunca a un ritmo electrónico. En ese contexto, la educación de los más jóvenes resulta un terreno minado de dudas: ¿Cuándo es adecuado vigilar a los niños y cuándo es mejor apartarse?, ¿cuánta libertad necesitan?, ¿cuánta tecnología?
Para muchos expertos en el tema, los niños son hoy objeto de mayor preocupación e intervención de los adultos que en cualquier momento de la historia. Frank Furedi, en Paranoid Parenting, señala que la distancia media que se les permite a los niños británicos alejarse de casa ha descendido en casi un 90% desde los años setenta del siglo pasado. La tecnología posibilita además vigilarlos como nunca: los teléfonos móviles se transforman cada vez más en mecanismos de seguimiento, y los jardines de infancia y las guarderías instalan cámaras web para que los padres puedan obtener imágenes de sus retoños, en tiempo real, desde cualquier parte del mundo.
También el juego suele transformarse en un asunto de adultos. En la era de Internet y de las pantallas táctiles, las tiendas de juguetes están dominadas por artefactos educativos que utilizan tecnología de vanguardia: DVD que garantizan la enseñanza de lenguas extranjeras a bebés, granjas de plástico que reproducen sonidos de animales, libros electrónicos con efectos sonoros y voces de personajes. Es comprensible que a cualquier padre preocupado por el futuro de sus hijos le cueste resistirse a los beneficios cognitivos de juguetes que supuestamente mejoran las habilidades motoras y la inteligencia emocional de sus hijos. Pero, ¿cómo reconocer el límite? ¿Qué espacios dejar para que los niños se desarrollen por sí solos? ¿Hasta qué punto no es más probable que un niño se convierta en un observador pasivo ante un disco volador que ayuda a memorizar números que ante un caballo de madera o una muñeca de trapo? Preguntas sin duda difíciles, para las que no tenemos respuestas definitivas.
Aún así, es posible que, como advierte Carl Honoré, en el intento de hacerlo bien, estamos creando la generación más conectada, consentida y vigilada de la historia. Y eso –señala este autor– puede estar haciendo que muchos niños se estén perdiendo todo aquello que confiere textura y significado a una vida humana: las pequeñas aventuras, los viajes secretos, los contratiempos y percances, la gloriosa anarquía, los momentos de soledad y hasta de aburrimiento.
Cita recomendada
CREUS, Amalia. ¿Jugar es cosa de niños? COMeIN [en línea], agosto-septiembre 2012, núm. 14. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n14.1262
Profesora de Comunicación de la UOC
@amaliacreus