En Un séptimo hombre, John Berger y Jean Mohr narran, en una combinación de texto y fotografías, experiencias de trabajadores emigrantes en la Europa de los años 60. El libro, cuya primera edición se publicó en 1973, tenía el objetivo explícito de mostrar hasta qué punto la economía de las naciones ricas de Europa había pasado a depender, en aquel entonces, de la mano de obra procedente de las naciones más pobres.
Me encontré con Un séptimo hombre cuando comenzaba a escribir mi tesis doctoral y, como casi todo lo que había leído de la obra de Berger, el libro me pareció conmovedor; no en el sentido sensiblero, del juego fácil con las emociones, sino en el sentido más transformador, y si queremos político, de aquello que nos mueve, nos interpela y nos inquieta. Sea como sea, el hecho es que leerlo me ayudó a aproximarme de un modo más vital al objetivo principal de mi entonces incipiente tesis: estudiar los discursos visuales y los imaginarios sociales sobre la inmigración en Europa. Material no me faltaba. Era el año 2003 y las imágenes de inmigrantes que cruzaban el estrecho de Gibraltar en embarcaciones clandestinas estaban al orden del día. En los periódicos, las tertulias televisivas, los telediarios y las columnas de opinión abundaban las referencias al “drama de la inmigración”, un “problema” al que diferentes actores sociales buscaban una solución.
Durante el desarrollo de la tesis tuve la oportunidad de conocer en primera persona a algunos de los personajes anónimos cuyas imágenes poblaban las portadas de la prensa. Hombres y mujeres que habían llegado a España sin visado, sin trabajo, sin redes de apoyo y que vivían, en muchos casos, procesos de precariedad social bastante duros. En sus relatos, sin embargo, me encontré con algo más que pérdida y desarraigo. Ese algo más tenía que ver, por ejemplo, con la capacidad de aprender de las situaciones adversas, con compartir este aprendizaje con otros, con conocer nuevos modos de marginación pero, también, nuevas formas de solidaridad que emergen al verse y sentirse diferente, extraño o extranjero. Todas estas dimensiones de las experiencias migratorias quedaban invisibilizadas en los retratos que se publicaban en los medios de comunicación.
Mucho se ha debatido sobre el papel que juegan las imágenes del sufrimiento ajeno en los imaginarios colectivos. La actual guerra de Siria es posiblemente uno de los ejemplos más recientes de conflictos que propagan imágenes de dolor y desesperación en las redes sociales. Muchos son los reporteros gráficos que, con sus fotografías, intentan darnos a conocer la cara más cruda de esta guerra, sus víctimas, sus verdugos, sus sinrazones. Tristes imágenes que sugieren una pregunta recurrente: ¿remueven nuestras conciencias las fotografías que registran el dolor de los demás? Y si lo hacen, ¿de qué sirve?
Susan Sontag fue una de las pensadoras contemporáneas que de manera más contundente reflexionó sobre el efecto de las imágenes que retratan los conflictos bélicos. Sus palabras, en cierto modo, nos eximen: “Cuando, como occidental acomodado, no sabes lo que realmente significa una guerra, quizás no puedas comprender del todo la realidad de lo que estás viendo. Cuando los muertos no son tuyos y suceden en un lugar remoto y lejano, quizás te parezcan unos muertos menos reales”. Muchos autores han afirmado que la cultura audiovisual en la que vivimos inmersos está cambiando nuestra percepción de la realidad. Sontag va más allá. Ella sostiene que los medios nos están educando en una cultura de la conmoción que tiene efectos anestésicos. Por eso, afirma, las imágenes capaces de interpelar nuestra creciente tolerancia ante el dolor de los demás necesitan ser cada vez más duras, cada vez más dramáticas.
Sin duda, hay fotografías que tienen el poder de cambiar nuestra perspectiva. Imágenes que marcan un punto de inflexión en debates políticos o grandes conflictos sociales. Fotografías como las que tomó Robert Capa durante la guerra civil española o Eddie Adams en Corea y Vietnam. De ese mismo carácter son las imágenes de trabajadores inmigrantes que recogen Berger y Mhor. Hay algo profundamente seductor en esas fotografías, retratos vívidos del sufrimiento de personas vulnerables que golpean nuestra memoria colectiva de manera muy potente. Pero, ¿en qué medida, más allá de hacernos sentir una profunda indignación, estas imágenes realmente nos informan o nos mueven a la acción? La respuesta no es tan obvia. En una época caracterizada por la saturación visual e informativa, por la violencia normalizada y en la que proliferan los clicactivismos y los debates en 140 caracteres, contar historias que vayan más allá de la superficie visible de los hechos es, posiblemente, uno de los retos más importantes que, en la actualidad, afronta el periodismo fotográfico.
Cita recomendada
CREUS, Amalia. Fotografías que cuentan historias. COMeIN [en línea], febrero 2016, núm. 52. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n52.1607
Profesora de Comunicación de la UOC
@amaliacreus