Ese volver a los temas clásicos contrasta, porque el último año del cine español, que ha entregado ya todos los premios habidos y por haber, se ha caracterizado por todo lo contrario: por la diversidad de asuntos y lenguas, en el reflejo de un fuerte y sano relevo de autores, especialmente jóvenes.
Salvo El bar y Perfectos desconocidos de Álex de la Iglesia en comedia e Incerta glòria de Agustí Villaronga en Guerra Civil, el acercamiento a historias y géneros se ha abierto con gran amplitud de horizonte. Los territorios en disputa se desarrollan ahora en el Afganistán de 2012 de Zona hostil de Adolfo Martínez, o en la Primera Guerra Carlista del siglo XIX en Handia de Arregi y Garaño. Esa forma de ver la vida que es la comedia se representa por otros caminos: a modo de sátira, sea el viaje al interior y a la locura de El autor de Martín Cuenca, sea el musical millennial de los Javis La llamada, sobrepasando la parodia, o el disparate documental y familiar de Gustavo Salmerón con Muchos hijos, un mono y un castillo.
Las sucesivas galas celebradas han sido muestra de las diferentes voces que han hecho cine este año, en el que por un lado han triunfado las lenguas de nuestra cinematografía más independiente —de ahí la saca de Estiu 1993 de Carla Simón, Handia y La librería de Isabel Coixet, producciones rodadas desde “diferentes culturas”—, pero sobresaliendo también el acento ante el mundo de las letras —curioso fue dar el Premio Forqué a El autor y La librería en ex aequo, dicho y hecho por un Julio Medem apasionado de los desdobles—, hasta coincidir en la recta final la convivencia de dos “películas con monjas” —amablemente terroríficas, como sucede en Verónica de Paco Plaza, o más allá del estereotipo, como aparecen en La llamada, ambas cintas merecedoras de más galardones—.
Ante y sobre todo, los premios son el reconocimiento social de un colectivo plural, sensible y preocupado, una industria que según sus protagonistas va tildando sus acentos sobre los filmes de más merecimiento. Los Forqué de los productores fueron ágiles. Les ayuda el número reducido de estatuillas a entregar. Los Feroz de la crítica resultaron equilibrados, intensos y sinceros, casi familiares. Los Gaudí cuidaron la escenografía, el detalle y otras voces. Los Goya repitieron en demasía el modelo pautado de gags, reivindicaciones y entregas, con poco margen para el asombro. Y es que hay algo común, más allá del cansancio de algunas, que sucede en bastantes de ellas.
Bajo la sombra alargada de Óscars y Globos de Oro, estas galas son los grandes contenedores, ceremonias que casi siempre salen perjudicadas en autoestima y reputación. Por mucho mimo y preocupación que impriman organizadores y convocantes, el resultado final acostumbra ser cansino, incluso amargo para gran parte del respetable. ¿Será la falta de un buen guion, de originalidad, o la ausencia de conexión con los espectadores? Más televisivos que cinematográficos, Boris Izaguirre y Elena Sánchez (Forqué), Julián López (Feroz), David Verdaguer (Gaudí) y Joaquín Reyes y Ernesto Sevilla (Goya) fueron sus presentadores, anfitriones que aportaron su carisma al tono de los eventos, siendo los “chanantes” quienes mantenían su pacto con la irreverencia.
Estas citas siempre han necesitado aunar agilidad y ritmo, pero también empatía, glamur, brillo y entertainment a lo que a veces llegan a ser tres horas de evento. Salvo casos como los de Rosa Maria Sardà, conductores y galas acusan un misterioso problema del encaje con las audiencias, y ahora en un más difícil todavía, en gestionar el altavoz y pulsiones de las redes sociales, caprichosas e inmediatas frente a la apuesta y riesgo de lo ya guionizado. Y es que, como sabiamente apunta Joaquín Reyes, el humor es algo muy subjetivo… y las entregas de premios son para todo tipo de públicos, los de OT incluidos, como sucedió con los Forqué.
Pero entre todo sobresale y luce la pulsión y el renacer de las propias historias, la bandera de la esperanza. Como apuntó Mariano Barroso en el discurso de los pasados Goya junto a Nora Navas, «este año nuestras películas cuentan historias de personas que no pueden hablar, pero que probablemente son las personas a quienes más deberíamos escuchar. Esa adolescente de Verónica, paralizada por el miedo a crecer. Ese gigante con corazón de niño de Handia. Esa niña de Estiu 1993 que descubre que la muerte es parte de la vida. Ese “hombre cualquiera” de El autor, que no puede vivir sin su pulsión creativa. O esa mujer empeñada en mantener La librería a cualquier precio, a pesar de tenerlo todo en contra. ¿Qué sería de todos ellos si no les diéramos la oportunidad de hablar en una película? Para eso sirve nuestro cine. Para que hablen quienes no tienen voz».
Foto de familia de los 32 Premios Goya.
© Ana Belén Fernández. Cortesía Academia de Cine
Los Goya se establecen como un foro postmoderno, escaparate de intelectualidad, de visibilidad de causas —“más mujeres”, en cine, en estética, en ética y en política— y debate moral, donde apenas tiene cabida la sorpresa y donde la inteligencia colectiva de los premios acostumbra a ejercerse con bastante justicia. Quizá nuestro cine debiera declinar mejor su rebeldía —a lo Rossellini, a lo Benedetti— y mostrar con mayores dosis de imaginación, al menos, sus deseos de deseos. Tras la estela de esta imaginación, tras su purpurina, llega el turno del efecto taquilla. Dos de las películas más beneficiadas, La librería y Handia, se llevaron un total de trece Goyas y el primer viernes tras los galardones volvieron a iluminarse en más de ciento cincuenta cines, demostrando ser una asignatura mucho más que aprobada.
Cita recomendada
GURPEGUI VIDAL, Carlos. Cine al calor del reconocimiento. COMeIN [en línea], febrero 2018, núm. 74. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n74.1812