Aunque hoy en día hablar de buenos modales en la mesa puede parecer a algunos presuntuoso o demodé, hay que tener en cuenta que su finalidad ha sido siempre la de encontrar normas comunes para que nadie se sienta incómodo en ningún acto social por no saber cómo comportarse.
De hecho, desde la antigüedad han existido buenas maneras, normas de etiqueta, cortesía, urbanidad y protocolo social que han ido variando en función de la época y del país en el que nos encontráramos.
Por ejemplo, en el siglo IX, Abu-I-Hasan, conocido como Ziryab, hizo una aparición casi mística en la corte del Califato de Córdoba, la influencia de la cual afectó a todo el occidente europeo. A parte de traer productos como los espárragos, llevó una revolución en las prácticas y formas de la corte cordobesa. La música, los vestidos y los alimentos experimentaron cambios radicales en la medida que introdujo los refinamientos, la etiqueta en la mesa y los equipos de cocina orientales de Damasco. Estos cambios incluían, por ejemplo, el orden en el que se servían los platos (y que podían ser entrantes, fríos, hors d'oeuvre, carne y aves, pastas y cuscús, sopas y pasteles salados, pasteles y otros postres dulces). Antes de la llegada de Ziryab, todos los platos se servían a la vez, sin orden, y la gente escogía en función de su gusto, como se hacía también en el occidente cristiano, y así se mantendría sin cambios durante la mayor parte de la edad media.
En Europa, será a lo largo de los siglos XVIII y XIX cuando proliferaron los tratados de etiqueta y de buenos modales, sobre todo de la mano de la burguesía. Libros como The lady’s book of manners (Londres, 1890); Deberes de buena sociedad, escrito per Camilo Fabra y publicado en 1881 y con una reedición en 1891; y Nociones de urbanidad, del 1906. Volúmenes de pequeño formato, editados con gran calidad y enriquecidos con ilustraciones donde se mostraba desde cómo doblar una servilleta hasta cómo saludar correctamente.
De hecho, en el siglo XIX existían toda una serie de normas de comportamiento que configuraban un lenguaje no verbal para poder encajar en el rígido marco moral que imperaba en aquella época y que terminaba condicionando cómo se movían, cómo miraban y cómo se saludaban.
Para imaginárnoslo, podemos recordar cómo describe la sociedad victoriana Jane Austen en sus novelas Orgullo y prejuicio, Emma, y Sentido y sensibilidad, en las que nos podemos hacer una idea de las costumbres de aquella época en Inglaterra y de las normas que se seguían para establecer cualquier relación social. En sus novelas se detalla por ejemplo el número de vestidos que debía tener una dama o el número de cubiertos a utilizar en los diferentes banquetes.
Gracias a la literatura y al cine nos podemos trasladar también a Nueva York de la mano de La edad de la inocencia (Edith Wharton, 1920) —rememorando las escenas de su adaptación cinematográfica realizada por Martin Scorsese en 1993—, para así descubrir cómo vivía la alta sociedad neoyorquina del 1870 y la importancia de lo que no se decía, pero se mostraba con gestos y miradas.
O viajar a la Rusia imperial con Anna Karénina (1878) de León N. Tolstói para descubrir cómo la aristocracia rusa del siglo XIX seguía unas estrictas normas de etiqueta en los más diversos actos sociales que incluían bailes, cenas, comidas al aire libre, salidas al teatro y noches en la ópera.
En definitiva, nos damos cuenta de que no solo se debía saber cómo comer y beber en la mesa, sino cómo sentarse, qué tipos de conversaciones establecer, etc. Para convertirse en un buen anfitrión o invitado.
En la mesa, se debía mantener la espalda erguida, sin tocar el respaldo de la silla, pero sin que pareciera una postura forzada adoptando una actitud natural. No se podía apoyarse solo en un lado de la silla, ni poner los codos encima de la mesa, ni apoyar la cabeza en una mano, ni poner el brazo en la silla de la persona sentada al lado, etc. Y siempre evitar temas de conversación polémicos como la política y la religión.
Recomendaciones que encontramos en The lady’s book of manners (1890) y que son realmente bastante universales, concluyendo que «las buenas maneras nunca pasan de moda, son una señal de respeto hacia los demás». Que su finalidad es la de «evitar ofender a los demás con nuestras acciones» y que «son una muestra de atención hacia los demás para hacerlos sentir más cómodos». Para acabar recomendando que «la mejor forma de ser educado es fijarse en las cualidades de los demás y convertirse en ciego ante sus imperfecciones».
Antes de estos tratados, encontramos que en el siglo XVI y durante el Renacimiento ya existían también algunos libros sobre etiqueta dirigidos a la nobleza y orientados a explicar cómo moverse en la corte. Por ejemplo, en el año 1528 se publicó El cortesano, de la mano de Baltasar Castiglione, y dos años más tarde, Erasmo de Rotterdam escribió De la urbanidad en las maneras de los niños (1530).
Encontramos en estos escritos cómo se insiste en el uso de los cubiertos, algo que en la edad media todavía no era común, ya que solo se utilizaban cucharones para las sopas y el cuchillo lo llevaba cada comensal, por ser un elemento personal. El uso de las servilletas tampoco era común durante la edad media, cuando lo más común era el uso de unos manteles compartidos que se utilizaban a la vez para limpiarse las manos.
Hoy en día hay alimentos que todavía pueden comerse con las manos, como el marisco o las aceitunas en un aperitivo, mientras que se recomienda no cortar con el cuchillo ni las ensaladas ni las verduras, y en cambio sí utilizar cuchillo y tenedores de postre para la fruta.
Aún así, no podemos olvidar que cada cultura ha establecido, a lo largo de la historia, sus propias pautas de comportamiento en la mesa o, simplemente, de comer en común. Algunas de estas tradiciones nos han llegado de forma caricaturizada o incluso ridiculizada, como por ejemplo la atribución a determinados pueblos al hecho de eructar como muestra de buen provecho. Algunas de estas actuaciones, que pueden tener ciertas trazas de verdad, han sido utilizadas para acusar algunos pueblos de bárbaros o poco civilizados. No podemos olvidar que la alimentación, aquello que comemos y la forma como lo hacemos, es también un importante escaparate de nuestra identidad que mostramos a los demás.
Aun así, no podemos menos que sorprendernos cuando vemos a personas de otras culturas que comen de forma diferente a la nuestra. De hecho, nuestra forma de comer viene también marcada por las diferentes proximidades culturales. Pensemos por ejemplo en la alimentación de determinados pueblos asiáticos: la utilización de los palillos en vez de cubiertos o el ruido que hacen en sorber los fideos. Nosotros mismos establecemos qué alimentos comemos en algunos territorios y cuáles en otros (las fronteras de los caracoles en España o del conejo en Europa o América, por ejemplo), pero también la manera como comemos un arroz en un encuentro colectivo campestre o en un restaurante…
Comemos tal y como estamos acostumbrados a hacerlo; tal y como nos han enseñado. Todo aquello que no entra dentro de nuestros esquemas nos extraña. Y justamente, y a nivel social, las buenas maneras en la mesa, las normas sobre qué comemos y cómo lo hacemos, son aquellas que regulan —y lo continuaran haciendo en el futuro—, todos aquellos momentos en los que comemos en común.
Para saber más:
Medina, F.X. (2005). Food Culture in Spain. Westport (CT): Greenwood Press.
Cita recomendada
ESTANYOL I CASALS, Elisenda; MEDINA, F. Xavier. Buenos modales en la mesa. COMeIN [en línea], mayo 2018, núm. 77. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n77.1834