En primer lugar, el impacto de la sesión de fotografías, con una pose atrevida, que la revista recogía de la italiana Oggi. En las redes sociales se volcaron todo tipo de calificativos, desde «payaso» a «enfant terrible», pero gran parte coincidía en la responsabilidad del medio en contribuir a que esa imagen pretendía hacer “sexy” el mensaje del político italiano.
Y, en segundo lugar, y al hilo de esta reflexión, aparecía el siguiente titular y subtítulo: «Matteo Salvini, el hombre que se ríe de Europa / Así es el ministro de Interior italiano, que quiere acabar con el euro, expulsar a los gitanos y cerrar fronteras».
En aras de tener algo de esperanza, me dediqué a leer la entrevista completa por si se sostenía alguna visión crítica. Salvo el análisis de su papel como representante y el marketing político, era un perfil de Salvini. Me pareció alarmante (aunque no es la primera vez que ocurre) que en ningún momento se eligiese a alguna experta o experto que situara el contexto real del discurso del ministro: el ataque directo a los derechos humanos.
Ofrecer como normal que un ministro se ría de Europa, que quiera cerrar fronteras y expulsar gitanos, sin un análisis crítico, acompañado de una fotografía que lo representa en un tono divertido y con pretensión de seductor, deja cuanto menos que desear mucho del periodismo.
Lo vemos cada día en el feminismo, cuando se da espacio a ilustres escritores y periodistas que desacreditan al movimiento por los derechos de la mujer en base a conceptos sin fundamento alguno, y obviando la realidad también de su reconocimiento como derechos humanos.
Sirvan estos dos ejemplos para que la profesión periodística se haga preguntas. Yo siempre que realizo un reportaje me hago la siguiente cuestión: ¿Con este reportaje y su mensaje puedo contribuir a mejorar la situación de quienes padecen una discriminación o vulneración de sus derechos? No significa que puedas cambiarla. Significa que tu contenido no pervierta la responsabilidad y función social del periodismo.
La equidistancia termina por ser una perversión cuando nos enfrentamos ante situaciones de vulneración de derechos humanos, cuando nos enfrentamos informativamente a situaciones de absoluta violencia por una de las partes, cuando nos enfrentamos a golpes de Estado.
Parece que hemos olvidado demasiado pronto las barbaridades que la ultraderecha y el fascismo llegó a cometer. Que no vuelva a ocurrir depende, y mucho, de la prensa, que es la que termina por canalizar parte de la opinión pública (influida también, cómo no, por sus propios intereses empresariales).
Aceptar y difundir mensajes fascistas, racistas, homófobos o machistas en pleno siglo XXI a través de los medios de comunicación allana el camino para que este discurso cale, se normalice, se banalice. Hannah Arendt ya hablaba de la banalidad del mal que podemos aplicar a la información, cuando asumimos como algo habitual este tipo de contenidos. Mensajes que nos sorprendieron las primeras veces, pero luego los dejamos estar, hasta incluso algunos lo terminan por ver gracioso.
Aceptar y difundir ese discurso nos pone en peligro, más allá de conseguir un aumento del número de clics en nuestra web. Nos enfrentamos a una temporada potente de periodismo irresponsable. De periodismo que ofrece el machismo o la xenofobia como una opción más, en aras de la objetividad, sin concretar los límites y la vulneración de derechos que se produce.
Si falta ese contexto, falta todo.
Si falta ese contexto, lo que falta es periodismo.
Cita recomendada
BERNAL TRIVIÑO, Ana Isabel. La banalidad del mal e informar mal. COMeIN [en línea], septiembre 2018, núm. 80. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n80.1859