Imaginemos a geólogos de una futura civilización que examinen las capas de roca que se encuen-tran actualmente en el lento proceso de formación. Su análisis revela elementos sorprendentes: plásticos fosilizados, capas de carbono, partículas radiactivas, escorias metalúrgicas… Una amalgama que conforma auténticos tecnofósiles del antropoceno, un tiempo —nuestro tiempo— marcado por la dominación humana sobre los recursos naturales del planeta.
Sin embargo, lo que entonces se hace evidente ante los instrumentos de nuestros imaginados geólogos del futuro, no lo es tanto ante nuestros ojos. Las huellas del antropoceno son el resultado de un proceso lento, continuo y disperso, difícil de visualizar e incluso de comprender, sea por la aparente distancia cronológica de sus efectos, sea por la óptica sesgada con la que miramos al mundo desde nuestra privilegiada posición de norte global. En efecto, resulta difícil combatir aquello que no podemos comprender en su totalidad. ¿Cómo emocionarnos, preocuparnos, y finalmente ocuparnos de algo que no podemos abarcar en su complejidad, en su terrible dimensión de destrucción masiva, silenciosa y gradual?
El cambio climático, la deriva tóxica, la deforestación, las secuelas radiactivas de guerras, los de-rrames de petróleo, el plástico en los océanos son algunas de las muchas formas de destrucción que se desarrollan a ritmo pausado, casi imperceptible. Es lo que Rob Nixon, profesor e investigador de la Princenton University, llama «
violencia lenta», refiriéndose a aquellas acciones destructivas que ocurren gradualmente, casi sin que nos demos cuenta. «Estamos acostumbrados a concebir la violencia como inmediata y explosiva» —explica Nixon— «pero es urgente considerar la relativa invisibilidad de la violencia lenta». Se refiere así a una forma de violencia que no es espectacular ni instantánea, cuyas repercusiones pueden posponerse por años, décadas o siglos.
Por eso, dicen los expertos, hacen falta nuevas maneras de narrar y visualizar el antropoceno. Narrativas disruptivas que, como defiende
Joanna Zylinska en
Minimal Ethics for the Anthropocene, huyan de los discursos apocalípticos estériles, de la culpabilidad o de las soluciones individualistas, y nos hablen de responsabilidades. El arte tiene en ese sentido un papel fundamental. Los artistas, al igual que los científicos, son exploradores y narradores de historias, historias con las que buscan comprender, comunicar y a veces transformar el mundo que les rodea. Por eso el arte puede potenciar una comprensión más profunda de las consecuencias que nuestras acciones tienen sobre nuestro planeta, abriendo espacios para la indagación, o más precisamente para lo que
Edward Said llama «vigilancia creativa», entendida como un compromiso intelectual y creativo contra la quietud normalizada de los poderes invisibles.
Banksy y
Sebastiao Salgado son ejemplos de artistas admirables que, desde la sensibilidad estética o desde la ironía, nos afrontan a nuestras propias contradicciones, a nuestras propias máscaras. Tampoco podemos dejar de mencionar los cada vez más numerosos proyectos de jóvenes creadores que nos invitan a mirar desde otra perspectiva al antropoceno, con nuevas maneras de representarlo, de hacerlo presente en nuestro imaginario, de transformarlo en relato. El juego de realidad virtual
Energy Renaissance, la
performance Space to Breathe, o el documental
The Anthropocene: the human epoch son algunos entre tantos otros.
Decía Eduardo Galeano que la utopía es como el horizonte, ese inalcanzable que nos impele a seguir caminando. Pocos como él han sabido utilizar tan bien el arte de la palabra para indicarnos el camino. No se me ocurre nada mejor para cerrar este texto que volver a escucharlo recitar
Derecho al delirio. Te invito a hacer lo mismo. Son cinco minutos y vale mucho la pena.
Cita recomendada
CREUS, Amalia. Érase una vez el antropoceno. COMeIN [en línea], septiembre 2018, núm. 80. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n80.1858