Está demostrado que las crisis atraen lo colaborativo. Lo hemos visto en las redes sociales durante toda la pandemia: gritando #yomequedoencasa, compartiendo recetas a través del #yomequedoencasacocinando y entreteniendo a grandes y pequeños con los clubes de lectura de #yomequedoencasaleyendo. También hemos salido a aplaudir en compañía de nuestros desconocidos vecinos cada tarde emocionados, sintiendo que formamos parte de una gran comunidad. Esto ha propiciado una cultura de compartir que nos predispone a buscar fórmulas innovadoras que nos ayuden a remontar el parón en la actividad económica y a recuperar la confianza en el futuro.
Ya lo vimos en la crisis de 2008. Fue la eclosión de la sharing economy, BlablaCar y otras estrategias colaborativas de compartir recursos de diferentes empresas bajo la inspiración de personas como Don Tapscott (2011), autor de Wikinomics, que afirmaba que «compartir es crear riqueza» y ponía como ejemplo el caso de IBM, que dio 400 millones de dólares en software a Linux y se concentró en desarrollar un negocio multimillonario de hardware ligado a este nuevo software.
Pero a diferencia de aquella, ahora lo colaborativo no se está ciñendo solo a lo económico, sino que parece que la pandemia ha hecho aflorar, además, una manera de vivir más compartida, sostenible y solidaria. Seguramente porque esta crisis no solo es económica, sino también sanitaria. Y porque nos ha afectado (y nos está afectando) a toda la ciudadanía de una manera u otra. Lo hemos visto en el voluntariado en los barrios repartiendo alimentos, en los vecinos llevando la compra a los mayores o a los enfermos, en jóvenes cuidando gratis a los niños y las niñas de los trabajadores esenciales, incluso en actores y cantantes ofreciendo entretenimiento a través de las redes para hacer más llevadero el confinamiento. En esta línea, pero de manera mucho más anónima, un bibliotecario y profesor de la Universidad de Barcelona, Lluís Agustí, se dedicó a «aliviar soledades» leyendo poemas a través del teléfono. Durante meses regaló la lectura de poemas, cuentos y ensayos, con su preciosa voz –que bien podría ser radiofónica–, a una media de tres personas diarias.
Hablando de bibliotecarios –y, ya de paso, de bibliotecas–, el pasado mes de enero se inauguró en Barcelona una en la que hay de todo menos libros: la biblioteca de las cosas, aunque en realidad debería llamarse cosateca. Se trata de una iniciativa que va en la línea de potenciar el consumo colaborativo a través de la economía social y solidaria, así como fomentar el apoyo mutuo y la comunidad. Un proyecto pionero en Cataluña inspirado en las libraries of things, como la de Londres, que funciona desde hace más de tres años. La idea es simple: no es necesario tener en casa herramientas como un taladro o accesorios como unas muletas, que se usan muy pocas veces en la vida. Es mejor cogerlos prestados a través de un alquiler simbólico, que va de 1 a 3 euros a la semana, porque la finalidad es que haya una alta rotación de su uso.
Kropotkin, siempre Kropotkin (1902), hace más de un siglo defendía la condición innata en el hombre a ayudarse mutuamente. Esta idea se complementa con lo que ya decía Aristóteles en el siglo iv a.C. El ser humano es un ser social por naturaleza. Así, tras vivir encerrados y aislados varios meses, muchos se han replanteado cambiar de casa y abandonar las ciudades para instalarse en los entornos rurales, esos lugares donde es más fácil combatir la soledad. Pero los que optan por quedarse en las urbes están mostrando interés por otro modelo donde también ayudarse mutuamente, compartir recursos y socializar: el cohousing. Una manera de concebir la vivienda, que comenzó a funcionar en España en 2019, pero cuya demanda está en auge tras el confinamiento. En el cohousing o vivienda colaborativa, los espacios comunitarios son resultado de un proceso participativo donde los propietarios comparten sus ideas sobre el diseño: gran sala, comedor y cocina para reuniones en grupo, lavandería, zona de juegos infantil, dos habitaciones para invitados, amplias terrazas y patio multifuncional. La intención es recuperar el vínculo entre las personas tal y como pasaba en los barrios y todavía pasa en los pueblos y, a la vez, resolver necesidades habitacionales. Su filosofía responde a un objetivo que va más allá de compartir espacios para darse también apoyo mutuo. Los edificios giran en torno a un gran patio central cubierto donde los niños juegan y los mayores salen a tomar el aire en compañía. Están inspirados en las populares corralas madrileñas, con pasillos de acceso encarados al patio, convirtiendo zonas de circulación en lugares de encuentro. Son viviendas flexibles, ampliables y sostenibles, con alta eficiencia, que anulan la posibilidad de pobreza energética. Prevén un espacio de cuidados, que cubre todo el ciclo de vida de las personas.
El impulso que en su momento tuvo el cohousing en España guardaba relación con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la crisis económica y la idea de que la vivienda es un derecho humano básico. La COVID-19 ha traído de la mano la consolidación de la cultura del compartir en una sociedad que está aprendiendo que el futuro está en el apoyo mutuo y la sostenibilidad.
Cita recomendada
SANZ, Sandra. La ‘biblioteca’ de las cosas. COMeIN [en línea], abril 2021, no. 109. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n109.2128
Profesora de Información y Documentación de la UOC