El fallecimiento de Peter Watkins el pasado noviembre devuelve la atención a una obra que cuestionó la pasividad y la homogeneización del lenguaje audiovisual. Sus películas, concebidas como espacios de debate y trabajo colectivo, dialogan hoy con un ecosistema dominado por plataformas y algoritmos. Revisarlas permite imaginar otras formas de producir sentido en común. En tiempos en que las imágenes se aceleran y los lenguajes audiovisuales tienden a la homogeneización, volver a Peter Watkins no es un gesto nostálgico, sino una necesidad crítica.
El director británico fue uno de los primeros en advertir cómo los medios configuraban una forma audiovisual estandarizada, la monoforma, basada en un montaje acelerado, una narrativa unidireccional y una recepción pasiva. Frente a ella, propuso alternativas formales y políticas que redefinieron la relación entre dispositivo, espectador y proceso creativo.
Su filmografía no ofrece respuestas cerradas, sino métodos, modos de producir imágenes que incorporan conflicto, debate y experiencia compartida. La Commune, Paris 1871 (2000), The Freethinker (1994) y Edvard Munch (1974) muestran tres momentos de esta búsqueda, tres escenas en las que la forma cinematográfica se abre para hacer visible su propio proceso. Estas tres películas, separadas en el tiempo, pero unidas por una misma inquietud formal y política, permiten observar, desde ángulos complementarios, cómo Watkins transforma el cine en un espacio colectivo.
‘La Commune, Paris 1871’: el plató como asamblea
La Commune comienza mostrando el propio dispositivo de rodaje. En una nave industrial de Montreuil, un equipo de intérpretes no profesionales reconstruye los días de la Comuna de París. Antes incluso de entrar en la recreación histórica, la cámara expone la maquinaria del film y desactiva cualquier ilusión de transparencia. Este gesto inicial, sencillo y contundente, sitúa toda la película en clave dialéctica. No veremos solo la Comuna, sino también el proceso de pensarla y disputarla en común.
La coexistencia de dos televisiones ficticias –la Télévision Communale y la Televisión Nacional de Versalles– revela la dimensión política del relato. Cada una narra los mismos hechos desde posiciones opuestas y expone cómo toda representación implica una lucha por la voz, por la legitimidad para contar y por los intereses que organizan el discurso. Watkins usa esta duplicidad para tender un puente entre 1871 y el presente y mostrar cómo los medios y sus lenguajes siguen condicionando la manera en que se construye lo histórico.
El corazón de la película no está en esta ficción mediática, sino en las asambleas y discusiones que tienen lugar en el propio plató. Los intérpretes encarnan personajes de época, pero también hablan desde su realidad contemporánea. Watkins fomenta este desdoblamiento mediante improvisaciones y debates abiertos. Lo que surge no es un reparto que ejecuta un guion, sino un grupo que reflexiona colectivamente sobre política, desigualdad, identidad y trabajo.
Ese espacio de trabajo tampoco es neutro. Montreuil, sede de los antiguos estudios de Georges Méliès, condensa la historia de los inicios del cine y de su posterior industrialización a gran escala tras la Primera Guerra Mundial. Simbólicamente, el lugar evoca la historia de un medio, pero también la del capitalismo del siglo XX. Watkins resignifica ese territorio y lo convierte en un laboratorio político y colaborativo, un espacio donde los albores del siglo XXI se ponen en tensión con los primeros pasos del cine y con las lógicas industriales que lo moldearon durante el siglo XX.
La Commune no busca representar la Comuna tal como fue; busca activar un espacio donde la historia vuelva a pensarse colectivamente. En ese proceso, inevitablemente contradictorio, aparece la potencia política del film, porque la historia no se contempla: se trabaja.
‘Edvard Munch’: desmontar el mito del artista
Si La Commune interroga el dispositivo mediático, Edvard Munch examina la construcción del artista. Watkins rehúye la biografía convencional y apuesta por una temporalidad fracturada que replica el funcionamiento de la memoria. Aunque el filme sigue un relato progresivo, Watkins lo articula mediante un montaje dialéctico. Esto permite que distintos momentos de la vida de Munch se filtren entre sí, como en la escena en la que el artista trabaja en el cuadro La niña enferma (1885), en el que retrata a su hermana agonizando a causa de la tuberculosis.
El resultado es una experiencia en la que los recuerdos irrumpen en el presente de la imagen y en la que distintos tiempos coexisten en un mismo plano afectivo. Esta estructura refleja la manera en que los cuadros de Munch condensan obsesiones, traumas y deseos en una superficie que nunca pertenece del todo al pasado. Watkins utiliza este flujo temporal para desmontar la figura del genio autónomo. En el filme, Munch no es un creador aislado, sino un nodo atravesado por fuerzas sociales, familiares y económicas que confluyen en su obra. La autoría emerge como un tejido de afectos, condicionantes y tensiones que trascienden la voluntad individual. Edvard Munch se vuelve así una antibiografía donde la creación se entiende como proceso relacional y no como mito.
‘The Freethinker’: cuando el proceso es la obra
Con The Freethinker, Watkins lleva esta reflexión al terreno pedagógico. La película nació como un proyecto con estudiantes del Dramatiska Institutet de Estocolmo. Aquí retoma su práctica de trabajar con intérpretes no profesionales y la amplía a un equipo técnico sin jerarquías rígidas. El grupo investiga cómo representar la vida y la obra de August Strindberg, pero el propio proceso de aprendizaje se convierte en la estructura del filme.
Una escena reveladora es el ensayo sobre la crisis matrimonial entre Strindberg y Siri von Essen. Mientras recrean la situación, los estudiantes discuten cómo representar el género, la violencia psicológica o el imaginario patriarcal presente en los textos del autor. El ensayo se bifurca hacia el debate y la crítica; la actuación y el análisis se mezclan hasta volverse inseparables. La cámara registra esa fricción y muestra que pensar colectivamente también es producir imágenes.
En este contexto aparece una desactivación radical de la monoforma. Los tiempos se expanden, las escenas respiran y el montaje no clausura el sentido. La educación se convierte en lenguaje cinematográfico y la representación deja de ser un producto acabado para presentarse como un proceso abierto. El espectador no recibe una narración cerrada, sino que observa cómo se construye esa narración.
Tres escenas, un mismo gesto
El plató-asamblea de La Commune, la memoria fragmentada de Edvard Munch y el taller pedagógico de The Freethinker comparten una misma operación. Todas abren el dispositivo, redistribuyen la autoría y convierten el cine en un espacio para pensar juntos. Watkins entiende la imagen en movimiento como una práctica viva, capaz de cuestionar modelos de producción que imponen pasividad, simplificación y jerarquía.
En un presente atravesado por plataformas, algoritmos y lenguajes estandarizados, la obra de Watkins ofrece herramientas para repensar cómo producimos y cómo vemos. No propone nostalgia, sino un método: filmar como trabajar en común, abrir el dispositivo para hacerlo discutible y asumir que la creación es siempre una práctica situada y compartida. Su vigencia reside en esa insistencia en lo colectivo, en la potencia política de las prácticas compartidas y en la posibilidad de imaginar otras formas de hacer con las imágenes.
Imagen de portada:
Fotograma de La comuna (Paris 1871). Fuente: 13 Productions / La Sept-Arte / Le Musée d'Orsay.
Citación recomendada
FREIJOMIL, Mariana. «Peter Watkins: tres escenas para pensar la producción colectiva». COMeIN [en línea], diciembre 2025, no. 160. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n160.2583



