En el libro Los orígenes de la creatividad humana (2018), Wilson define la creatividad como la búsqueda innata de la originalidad y afirma que “es el rasgo único y definitorio de nuestra especie; y su objetivo último, comprendernos a nosotros mismos”. Desarrolla esta vinculación de la creatividad con el autoconocimiento como especie a partir de la necesaria complementariedad de las dos grandes ramas del conocimiento –la ciencia y las humanidades–, que comparten las mismas raíces de “empeño innovador”, aunque con diferentes niveles de profundidad: mientras la ciencia estudia fenómenos vivos para explicar el qué, el cómo y el por qué, las humanidades se han limitado al qué, se han interesado ligeramente por el cómo y rara vez se han aventurado al porqué. Partiendo de esta premisa, Wilson sostiene que la piedra filosofal de la autocomprensión humana es la relación entre la evolución biológica y la evolución cultural.
Como se ha demostrado a lo largo de la historia, hay pequeños acontecimientos que pueden tener consecuencias muy grandes y, en el caso de la evolución prehumana, uno de estos pequeños acontecimientos fue el paso de una dieta vegetariana a una con carne. Los incendios provocados por caídas de rayos mataban y cocinaban a muchos animales. El control del fuego reforzó el carnivorismo porque se descubrió que era fácil transportar los troncos encendidos de un incendio hasta un campamento y mantenerlo vivo (y es así como Wilson nos descubre que no hubo realmente necesidad de que los prehumanos encendieran fuegos provocando chispas con pedernales o haciendo girar leña).
Según la reconstrucción realizada por un conjunto diverso de investigadores en paleontología, antropología, psicología, ciencia del cerebro y biología evolutiva, las humanidades nacen a la luz de las hogueras de los primeros campamentos humanos, hace cerca de mil milenios. Durante el atardecer, antes de dormir, el grupo se mantenía unido alrededor del fuego, comunicándose.
El aumento del cerebro (de los 400 centímetros cúbicos de hace unos tres millones de años a los 1.300 centímetros cúbicos del Homo sapiens) fue otro pequeño acontecimiento transcendental. El crecimiento del lóbulo frontal proporcionó una memoria mayor, lo que posibilitó la construcción de la narración interna y, a continuación, del lenguaje que “no es solo una creación de la humanidad, es la humanidad”. Ninguna otra especie animal de las más de un millón que conocemos –prosigue Wilson– posee un lenguaje, que es la forma más elevada de comunicación y la base de la sociedad, la sustancia del pensamiento inteligente. Además, de ese lenguaje surgió nuestra creatividad sin precedentes y nuestra cultura. Para este autor, sin la invención del lenguaje habríamos seguido siendo animales. Y sin metáforas seguiríamos siendo salvajes. El alcance infinito de la imaginación es lo que “nos hizo grandes”, afirma.
Con la precisión de buen
mirmecólogo, el creador de la
sociobiología ha comprobado que, cuanto más avanzada es una civilización, más complejas son sus metáforas. Estas nos permiten dejar libre la imaginación para buscar imágenes vivificantes y expandir el lenguaje, cruzando límites que nos sorprendan. Y cuanto más detenidamente ha examinado las propiedades de las metáforas y de los arquetipos, más se ha convencido de que la ciencia y las humanidades pueden fusionarse. Es más, considera que en la actualidad la ciencia se halla en una posición idónea para combinarse con las humanidades y reavivar el espíritu de las Ilustraciones anteriores. Prevé que científicos y estudiosos de las humanidades, trabajando juntos, podrían ser los líderes de una nueva filosofía en lo que sería la Tercera Ilustración, más tolerable y revigorizada.
Yendo un paso más allá, Wilson apuesta por conectar las humanidades a la ciencia mediante las artes creativas y está convencido de que en un futuro seremos capaces, con la ciencia del cerebro, de leer la mente de aves cantoras, de simios, reptiles, hormigas… y entonces será posible simular con realidad virtual el entorno que esos animales perciben.
Los seres humanos somos ante todo audiovisuales, pero percibimos menos de una milésima del uno por ciento de la diversidad de moléculas y ondas energéticas que nos rodean. Si nuestros fotorreceptores fuesen mejores –como los de los halcones o las mariposas– podríamos percibir una gama más extensa de colores y matices. De la misma manera, pese a que el sonido es esencial para nuestra comunicación, dentro del mundo animal se nos puede considerar casi sordos. Y también casi anósmicos: nos perdemos los paisajes de olores de feromonas y alomonas, en una naturaleza que se sostiene por olores, y casi no tenemos vocabulario para la recepción química. Pero tampoco para el tacto, la humedad, ni la temperatura. Si pudiéramos añadir a nuestros sentidos lo que perciben otros animales, amplificando las posibilidades sinestésicas, Wilson imagina que el impacto sobre las artes visuales sería revolucionario.
En un futuro valoraremos hasta dónde nos lleva la intersección entre arte, ciencia y tecnología. ¿Nos hará más humanos? Seguro que el trabajo que se hará desde el hub
HacTe también nos podrá ir dando respuestas al respecto.
Para saber más:
WILSON, E.O. (2018). Los orígenes de la creatividad humana. Barcelona: Crítica.
Cita recomendada
SIVERA, Sílvia. «Buscando los orígenes de la creatividad llegas al futuro». COMeIN [en línea], octubre 2021, no. 114. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n114.2161