La primera década del siglo XXI está marcada en el campo mediático por la emergencia de fenómenos como la web 2.0 o web social y su expansión a través de los social media. Durante ese periodo de tiempo, de un total de 27.340 artículos del ámbito de los estudios de internet indexados en ciencias sociales y artes, humanidades y comunicación, el 69 % no incluyó referencias teóricas y el 59 % empleó métodos cuantitativos, según Peng et al. (2013).
A raíz del progreso de las sofisticadas tecnologías de control digital, hoy más que nunca resurge el referente de 1984, la distopía literaria orwelliana convertida en mitología del siglo XX. En esta obra, se ilustraba sutilmente cómo funcionaban las dictaduras del primer tercio del siglo pasado. Menos se habla de una nueva experiencia cercana a Un mundo feliz, la distopía de Huxley con la que se inauguraba la crítica cultural en el capitalismo industrial de los años veinte y treinta.
Bertolt Brecht se preguntaba «¿qué tiempos son estos en los que tenemos que defender lo obvio?», y a menudo pienso que estamos volviendo a esta cuestión. Me explicaré con más detalle a lo largo de este artículo, donde mezclaré opinión y visión de futuro con algunos datos extraídos del presente. Me sabe mal acabar el curso académico con una visión un tanto pesimista, pero nuestros tiempos, como decíamos, no parecen augurar un futuro mejor.
Desde la influencia de TikTok hasta los contenidos virales, pasando por el uso que hacemos de la inteligencia artificial, las redes sociales son un ecosistema propicio para desarrollar el marketing político en esta campaña electoral. Las tendencias globales en redes sociales se solapan con el desarrollo de hábitos de consumo en España.
El lenguaje verbal supone un pequeño porcentaje (menos del 10 %) del contexto comunicativo. El lenguaje inclusivo, aunque no es ninguna novedad y tiene décadas de recorrido, es una de las prácticas más extendidas en instituciones, empresas, etc., para visibilizar a las mujeres y a otros colectivos. ¿Qué podemos hacer, pues, para que la comunicación, en sentido global (verbal y no verbal), sea más igualitaria?
El avance meteórico de la inteligencia artificial (IA) está centrando el debate en los últimos meses y generando reacciones entre expertos e inversores, pero también en el ámbito legislativo. El sector periodístico no se encuentra al margen de esta conversación, máxime cuando se está cuestionando cómo este avance tecnológico puede afectar al futuro profesional.
A veces los aprendizajes o sus cuestionamientos pueden llegar desde los lugares más insospechados. Eso es lo que me ha tocado experimentar en la pasada campaña electoral de las municipales de 2023 mediante mi participación en las listas de una candidatura. El valor del trabajo en equipo, el compromiso mutuo y el concepto de la inteligencia colectiva son algunas de las cuestiones que he revisado durante las semanas previas a nuestra reciente cita con las urnas.
Ahora que se acerca la próxima cumbre del clima de la ONU, el foco mediático se vuelve a poner en las cuestiones medioambientales y en las responsabilidades de los Gobiernos y las corporaciones. Un tema que hay que revisar de manera frecuente es el llamado greenwashing, es decir, las estrategias empleadas por las empresas para simular o hacer ver que hacen políticas y acciones para ser respetuosos con el medio ambiente y reducir su impacto.
Todo producto se enmarca en un mercado y es, por definición, la solución (o la mejora de una solución) a una necesidad, potencial o palpable, de una audiencia. Dichos productos, por tanto, tienen que diferenciarse de la competencia a través de promesas, verbalizadas normalmente en el espectro comercial. Por ello, si todos los productos solucionan un problema concreto, ¿qué ocurre cuando la promesa que se hace es ayudarte a solucionar problemas de todo tipo?
Hace casi 100 años, el economista John Maynard Keynes afirmaba que el sistema capitalista no tendería al pleno empleo, ni al equilibrio de los factores productivos, sino hacia un equilibrio que solo de manera accidental coincidiría con el pleno empleo. Según sus predicciones, la sociedad actual ya habría avanzado tanto que los países más desarrollados se podrían permitir el lujo de realizar jornadas laborales de 15 horas semanales. La realidad actual, sin embargo, es muy diferente.