A raíz del progreso de las sofisticadas tecnologías de control digital, hoy más que nunca resurge el referente de 1984, la distopía literaria orwelliana convertida en mitología del siglo XX. En esta obra, se ilustraba sutilmente cómo funcionaban las dictaduras del primer tercio del siglo pasado. Menos se habla de una nueva experiencia cercana a Un mundo feliz, la distopía de Huxley con la que se inauguraba la crítica cultural en el capitalismo industrial de los años veinte y treinta.
Dice el filósofo pesimista Byung-Chul Han que vivimos sometidos a la infocracia, el régimen de control informativo actual. Yo pienso que no es la información lo que nos domina, sino más bien el algoritmo, ese parámetro fruto de cálculos matemáticos que modifica tanto las subjetividades individuales como la colectiva en el régimen digital en el que vivimos. El algoritmo no dictamina quién y de qué hay que informar, sino a qué usuario influir y cómo.
El panóptico digital
El régimen digital opera gracias a una nueva forma del panóptico diseñado por Jeremy Bentham, como consecuencia de un cambio en la sensibilidad: el control ya no se ejerce haciendo uso de la visión que ofrecía la poderosa torre de control de las prisiones inventada a finales del siglo XVIII para servir al sistema carcelario del Nuevo Régimen. El control hoy se ejerce desde el dato, síntesis de la fusión progresiva entre la máquina y el ser humano. El data contiene un enorme capital: es informativos y human-based, pero al mismo tiempo específico, intransferible y revelador. Nos hace vulnerables a todos, aunque, paradójicamente, refuerzan nuestro anhelo de una identidad propia.
También hay un cambio sustancial en la relación con el castigo. Si en la era de las prisiones físicas y del panóptico expectante la sumisión se ejercía mediante la privación, ahora el dolor brota del exceso. De la vigilancia en manos de los Estados, que nos reprimían, hemos pasado a la vigilancia en manos de los mercados, que nos estimulan. Se trata de un control que se ejerce desde lo excesivo: sufrimos la sobreexposición mediática, participamos de la saturación de datos y ejercemos íntimamente múltiples formas de servidumbre voluntaria, de forma activa o pasiva, sobre lo que ya teorizó en el siglo XVI Étienne de La Boétie en el libro del mismo nombre (La servidumbre voluntaria). La alianza entre los Estados de la era posneoliberal, nuevamente reguladores, y el tecnofeudalismo de los datos gobierna plácidamente la era tecnodigital.
De hecho, el arma que predomina en este estado de vigilancia que nos persigue hasta el agotamiento es el excedente conductual; es decir, la sobreestimulación de nuestros patrones conductuales y la sobreproducción en cada uno de nosotros de conductas basadas en los dos grandes motores de nuestro tiempo: el deseo y la fluidez. Este excedente, que tiene formalmente un carácter voluntario –nadie nos obliga a ello–, se produce como resultado de nuestro afán de notoriedad (la exposición en las redes sociales) y del consumo sin límites (con el algoritmo como motor del non stop). En este doble exceso permanece la paradoja de la era de las redes sociales que Marco d’Eramo resume perfectamente en Dominio, concretamente en una escena de la que recientemente he sido testigo: «Nada expresa mejor el concepto de aislados en conjunto que un vagón de metro donde todos, uno al lado del otro, cada uno absorto con su teléfono móvil: la soledad en conjunto: hay algo sardónico en la expresión red social» (2022, pág. 173).
El eterno retorno a ‘1984’ y a ‘Un mundo feliz’
En vez de Estados superpoderosos, hoy las expresiones de soberanía excepcional las ejercen megaempresas bajo el liderazgo de hombres multimillonarios, empresarios, con una ideología basada en el odio, a menudo antisemita, siempre perdonavidas y egocéntricos. A todos los une el sadismo como moral. Como le diría Aldous Huxley a George Orwell en una de las cartas privadas de su memorable diálogo epistolar, todos los tiranos del siglo XX eran seguidores pasivos de Sade. Esta nueva tiranía narcisista –del pasado Berlusconi al presente Trump o Musk–, a diferencia de los dirigentes de los antiguos Estados totalitarios, nos controla mientras vive en un estado de realidad paralela, construida a partir de la mentira emocional, como la que Huxley proponía en su novela de ciencia ficción. Desafortunadamente, hoy la ciencia ficción ya no es ni ciencia ni ficción.
‘Un mundo feliz’, de Huxley
Fuente: Chatto & Windus
Huxley escribió Un mundo felizcasi dos décadas antes de que Orwell escribiera 1984, en los años treinta y en medio del auge del capitalismo industrial norteamericano. Su obra narraba un mundo distópico y atormentado, basado no en el garrote como castigo por excelencia, sino en la zanahoria de la clásica fábula como objeto de deseo. Huxley narró la promesa como motor de un nuevo capitalismo agresivo en un mundo en el que Dios era el empresario Henry Ford y en el que las terapias y el uso de barbitúricos en la sociedad serían el primer método de domesticación masiva. Hoy, sus fantasías son certezas de una dimensión enorme, de efectos terribles, como la epidemia de adicciones que sufren miles de personas en Estados Unidos, insertas en el capitalismo más salvaje y abandonadas en la depresión y en el olvido del sistema económico.
‘1984’, de Orwell
Fuente: Secker & Warburg
Años más tarde, Huxley reconocería a Orwell que, a diferencia de los vaticinios recogidos en 1984, los suyos no se habían cumplido porque el capitalismo había sufrido un efecto retroactivo. Después de probar el mundo de las drogas –la distopía de Huxley se basaba en los primeros experimentos realizados en los Estados Unidos de los años treinta–, acabaría volviendo al terreno más efectivo de la psicología, a través del impacto y adicción de los media. Pero me atrevo a afirmar que Huxley no se equivocaba en su diagnóstico posterior. El capitalismo construye un mundo feliz en el que se otorga a los sujetos la conciencia de la voluntad, la cual se difumina en sus difusos límites con el deseo: esta es la estrategia del actual capitalismo expansivo del click, pero también del posfordista de los años dorados del neoliberalismo. Somos víctimas reales de un método nuevo de control, el primero en la historia en ejercer su dominio a través de la alegría, la felicidad y el placer; en la fase posfordista, por medio de las conductas, y en la fase ciberdigital, mediante el ADN que dejan nuestros datos. Esto es el feudalismo digital: la apropiación de un capital, inmaterial, sin ninguna compensación a cambio.
Del tormento de Huxley, expresión del dolor del totalitarismo fordista, se pasaría a la distopía represora del big brother y de los ministerios de la verdad del totalitarismo estalinista, trasfondo más que probable de 1984, a pesar de que la novela –escrita a finales de los años cuarenta– tuviera la Guerra Civil española como origen. El hecho es que el dúo Huxley-Orwell guio durante casi un siglo el camino que va de la opresión y la domesticación de aquellas narrativas al hedonismo de la actualidad; de la censura total del ciudadano anónimo y homogéneo se transita hacia la banalidad como expresión de la libertad y del sentido del placer sin límites contemporáneo.
La estela dejada por estas dos obras es enorme. Casi tres décadas después de su memorable artefacto de ciencia ficción, Aldous Huxley escribía en 1958 Nueva visita a un mundo feliz, una recopilación de ensayos sobre el texto originario, en el que verificaba, con cierto regusto amargo en la boca, los aciertos –a menudo ampliados– de la novela publicada en 1932: el lavado de cerebros, la persuasión química o subconsciente y la hipnopedia pasaban de ser alocadas ideas a certezas tristemente contemporáneas.
Compilación de ensayos de Huxley
Fuente: Edhasa
El cine y la televisión apenas apostaron por Un mundo feliz. Mucho mejor que la fallida serie de 2020, el telefilm Brave New World, filmado en 1980 y dirigido por Burt Brinckerhoff para la televisión norteamericana NBC y para la BBC inglesa, imaginaba un futuro en el que los ciudadanos tendrían sexo sin sentimientos, los bebés se crearían en laboratorios y los narcóticos garantizarían la felicidad. Para acabar de predecir la victoria de la máquina sobre lo humano que hoy estamos a punto de comprobar, el film nos advertía de los peligros de estar predeterminados socialmente por máquinas. Nada más evidente que el actual acceso desigual a las tecnologías.
‘Un mundo feliz’: el telefilm de 1980, mejor que la serie de 2020
Fuente: NBC/BBC y Peacock, respectivamente
Ante la absoluta asimetría entre el poder de la tecnología y el de los Estados, hay que volver a la lentitud del mundo real para superar la irrefrenable seducción de los males del capitalismo tecnológico: la noción de flujo ilimitado, el individualismo narcisista, el consumismo salvaje y la financiarización de todo lo que pertenece a lo que es humano. En resumen, un espíritu tecnocrático que lo abarca todo.
Para saber más:
DE LA BOÉTIE, Étienne (2022). Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Libros del Zorro Rojo.
BRINCKERHOFF, Burt (1980). Brave New World, telefilm para la NBC y la BBC.
D’ERAMO, Marco (2022). Dominio. Anagrama.
HAN, Byung-Chul (2022). Infocracia. Taurus.
HUXLEY, Aldous (2003). Un mundo felix. Debolsillo.
HUXLEY, Aldous (1989). Nueva visita a un Mundo Feliz. Edhasa.
ORWELL, George (2013). 1984. Debolsillo.
Citación recomendada
GOZALO SALELLAS, Ignasi. «El régimen digital: ¿de vuelta a ‘1984’ o a ‘Un mundo feliz’?». COMeIN [en línea], julio 2023, no. 134. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n134.2351
Profesor de Comunicación en la UOC