La cita es del libro Encuentro con el otro del periodista y escritor Ryzard Kapuscinski. Una obra breve, sencilla y contundente en la que Kapuscinski nos invita a reflexionar sobre el sentido de la identidad y la diferencia, explorando cuestiones como lo que significa ser europeo, no serlo, ser colonizado y colonizador, tener o imponer una identidad. Cuestiones que, pese a su larga historia, siguen siendo materia de primera actualidad en un mundo acosado por desafíos abrumadores donde las diferencias –sociales, culturales, étnicas, de género, raciales…– atraviesan gran parte de los conflictos locales y globales contemporáneos. Ahí están el brutal asesinato de George Floyd, el persistente racismo estructural, la creciente discriminación y criminalización de la inmigración, las guerras culturales y religiosas, la proliferación de estereotipos raciales y de género que refuerzan el sentido de la alteridad… Y son solo algunos ejemplos.
Entre todas estas cuestiones, una de las que personalmente más he explorado en mi trabajo como educadora e investigadora es la otredad y la diferencia relacionada con la inmigración. Desde una perspectiva más personal, mi propia historia familiar jugó posiblemente un papel importante en que me interesara por ello. Vengo, como muchos en América Latina, de una familia de inmigrantes. Antepasados españoles, suizos e italianos que llegaron a América en el siglo pasado y de cuyas historias conocí poco más que anécdotas y algunas fotografías. También mis padres vivirían su propia historia de tránsito: De Argentina a Brasil en 1976, época de dictadura militar en Argentina, viaje que fue a la vez mi primera experiencia migratoria. Yo tenía en ese momento 3 años y desde entonces ser extranjera, ser de fuera, es algo que ha formado parte de mis vivencias cotidianas. A lo largo de mi adolescencia y juventud estudié y viví en diferentes ciudades y países. Aprendí idiomas que antes no conocía, compartí modos diversos de pensar y de ser, encontré lugares y personas que me han ayudado a crecer personal y profesionalmente. Puedo decir, en suma, que he tenido y tengo la suerte y el privilegio de moverme con libertad por el mundo.
Quizá debido a esa trayectoria de tránsitos, cuando en el año 2002 llegué a Barcelona, me causó especial desconcierto la intensidad con que la inmigración se había transformado en tema de debate público. Los medios de comunicación, las políticas públicas y la gran cantidad de material académico publicado sobre el tema, situaban la inmigración como una cuestión prioritaria en Europa, un “problema” al que, desde diferentes campos de conocimiento y sectores sociales, se buscaba una solución.
Esa visión de la inmigración como problema tenía, con todo, un sentido contradictorio desde mi posición de extranjera. Igual que muchos latinoamericanos de mi generación, yo había crecido bajo el imaginario de una Europa dorada. América Latina era, en contrapartida, el continente en el que, como dijo una vez Eduardo Galeano, nos habíamos especializado en perder. La idea de lo civilizado, de la cultura en tanto que alta cultura, históricamente habían situado nuestra mirada hacia Europa y se perpetuaban en tradiciones arraigadas: el positivismo, el eurocentrismo, el patriarcado, la idea de progreso fundada en un discurso colonial donde el otro es el bárbaro, el primitivo, el negro o el indígena.
Fue también en esa época, cuando por primera vez me encontré con autores del pensamiento poscolonial. Autores como Eduard Said, a quien hace poco tuve el placer de reencontrar reordenando libros en la estantería. Eduard Said, quien nos mostró de manera tan contundente que el proyecto colonial no se podía reducir a un simple dispositivo económico-militar, sino que era sobre todo una infraestructura discursiva y simbólica entramada en las instituciones socioeconómicas y políticas de occidente. Quien, con obras como Orientalismo, nos golpeó en toda la cara, en toda el alma, señalando que también nosotros, plácidamente acomodados en el intelectualismo de izquierdas, deberíamos “hacer memoria” y asumir la responsabilidad en relación con algo de lo que no somos autores directos, pero que se vincula a las circunstancias de nuestra vida, de nuestros compromisos (conscientes o inconscientes) con una clase, con un conjunto de creencias, con una posición social, o con nuestra mera condición de miembros de una sociedad. Achielle Mbembe –otro referente del pensamiento poscolonial– también nos lo dice, con palabras distintas pero con la misma contundencia, cuando nos habla de la conciencia del mundo como algo que solo puede materializarse en el encuentro con los otros. Un encuentro que implica responsabilidad respecto a sus vidas y a sus mundos, aparentemente alejados de nuestras vidas y nuestros mundos.
El pensamiento poscolonial, quizás por las circunstancias concretas en que lo comencé a leer, constituye posiblemente el conjunto de teorías que de manera más vital me ayudó a visualizar las muchas capas de complejidad que con frecuencia pasan desapercibidas en los procesos de normalización de la vida cotidiana. Me ofreció un marco conceptual muy rico para entender y pensar sobre la otredad como una construcción compleja, histórica y situada, que atraviesa múltiples dimensiones de la vida social, entre ellas, también mi propia práctica como educadora e investigadora. Me hizo, en suma, más consciente de la responsabilidad que todos compartimos sobre el mundo y sus diferencias, incluso en nuestras bienintencionadas prácticas educativas, donde no pocas veces, casi sin que nos demos cuenta, se siguen perpetuando modos de diferenciación que señalan a tantos grupos minorizados y racializados, como ese otro a quien hay que enseñar, a quien hay que integrar, a quien hay que educar.
Pero volvamos a Kapuscinsky y sus viajes por el mundo. Leerlo me recuerda que también la práctica educativa depende, mucho si no del todo, del encuentro con las personas a las que acompañamos y que nos acompañan en el aprendizaje. Bonita invitación a no olvidar la dimensión política de nuestro trabajo; de nuestra propia existencia, diría Eduard Said.
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