Número 114 (octubre de 2021)

De la biblioteca universal al internet de los afectos

Ángel Díaz

Insistir en que internet no es un objeto neutro y separable, del que pueda establecerse un sentido al margen de la sociedad que lo produce y en la cual se integra, no debería entenderse como una afirmación que vaya en contra de los estudios de internet como una disciplina independiente, con carácter propio, sino todo lo contrario. Más bien lo humaniza. Que la inmensa estructura tecnológica que llamamos internet encarne distintos valores e intereses en todos sus niveles, desde el soporte material sobre el que se despliega hasta las formas fugaces de comunicación y consumo que facilita, es lo que permite, precisamente, que su análisis configure un ámbito de estudio diferenciado, capaz de arrojar resultados relevantes sobre el mundo en que vivimos. 

 Y, sin embargo, es difícil, quizá imposible, definir qué es internet. Las prácticas de las primeras redes domésticas, inspiradas en una suerte de ética hacker que giraba en torno al anonimato, han dado paso a una permanente construcción y reconstrucción del yo digital; un yo atomizado, en perpetuo estado de actualización, cuya identidad apela, directamente, al resto del planeta: ‘Hola, mundo’. El viejo sueño de reconstruir la comunidad gracias a la tecnología se ha transformado en un caudal de exhibición de estados afectivos, que el individuo comparte al instante con el resto del planeta, con todos y nadie a un tiempo. Una aparente espontaneidad cuya realización física depende, por supuesto, de millones de intermediarios, desde astronómicas inversiones financieras hasta el cambio de mentalidad que representa, por ejemplo, que ya no esté mal visto usar el móvil en la oficina.

 

Sin embargo, hay una constante que nos permite hilar desde el primer internet doméstico hasta el estado actual de la web mal llamada social, aunque también haya sido objeto de importantes transformaciones: el internet popular, cotidiano, siempre ha sido, desde su implantación a finales de los años 90, un importante medio de distribución de creaciones de la cultura de masas. Al principio, apenas canciones sueltas en formatos con pérdida de calidad y siempre que no interrumpiera la conexión una llamada telefónica. Pero no dejaban de ser codiciados bienes culturales y de consumo, del mismo modo que su proliferación en las redes de intercambio no dejó de provocar un terremoto legal y político en todo el globo.
 
Del internet del primer Napster y la Pirate Bay hemos pasado al internet de Netflix, Spotify y Disney Plus. La música grabada, antaño el producto cultural que más volumen de negocio movía en el mundo, y que más identidades moldeaba en los recreos, ya no es la principal protagonista en el nuevo paisaje mediático. Pero ahí sigue. Como mínimo, es una importante secundaria. Lo que sí ha quedado obsoleto es el viejo concepto de formato: la mayor parte de personas, pese a giros tan sorprendentes como el retorno del vinilo o la aparición de nuevos estándares digitales de calidad extrema, no sabemos qué tipo de archivo estamos escuchando; ignoramos si lo que llega a nuestros oídos es un mp3, un ogg, un flac o cualquier otro, tan distintos entre sí como lo era un disco de un casete. Como tantas otras cosas, incluido a dónde van nuestros datos, ese conocimiento, insoslayable en la era analógica, ha sido sustituido ahora por una imagen de marca: escuchamos en Apple, en YouTube o en Amazon. Es más fácil recordar el color asociado al diseño de cada plataforma –¡cómo olvidarlos!– que conocer los detalles de la edición del contenido cultural al que accedemos. La colección, como advertía Stanley Cavell, es capaz de anegar a la obra. Ahora, quizá, más que nunca.
 
Que los contenidos se estandaricen y se empaqueten para su rápido consumo no es, ni mucho menos, una novedad. Sí lo es el hecho de que accedamos a todos ellos a través de una misma pantalla. Es decir, el hecho de internet. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de internet? Hay, al menos, dos formas de concebir la tecnología, siguiendo al ya clásico Remediation: Understanding New Media, publicado por Jay David Bolter y Richard Grusin en 1998. Por un lado, hay un internet de la hipermediatez, un internet activo, o actante, según la terminología de Bruno Latour, en el que los contenidos sobre los media, o re-media, se nos presentan altamente condicionados, readaptados, involucrados en la naturaleza material del medio. Por otro lado, y a menudo en íntima confusión con su anterior y contrario, encontramos un internet que funcionaría como mero contenedor, un internet de la inmediatez, donde los contenidos pueden archivarse y distribuirse, idealmente, sin que pierdan un ápice de su naturaleza original.
 
La indefinición, o doble definición, de internet como nuevo medio y/o contenedor se manifiesta en la ambigüedad con que se celebra la “revolución” que ha traído, supuestamente, a la música, la primera de las artes de masas que el nuevo medio digital medió, re-medió e hipermedió. Un proceso que, llegados al reciente auge de las listas de reproducción, recuerda cada vez más a la “corriente musical” que Theodor Adorno denunció en tiempos de la radio. La música no como portadora de significado, sino como un estímulo o acompañante de tareas rutinarias. Música que no habla, sino que penetra, no se sabe muy bien dónde, para ayudarnos a mantener la concentración en el trabajo, acabar rápido de planchar o echarnos a dormir sin dar vueltas en la cama.
 
Dar un valor utilitario a la música no tiene nada de excepcional, pues todos lo hacemos en nuestra vida cotidiana. Pero el tránsito desde una utopía de la inmediatez anónima hacia un modelo de acceso dataficado y personalizado, o desde el internet como biblioteca universal al de la plataforma como permanente acompañante e incluso inductora de afectos, revela algo, también en sus continuidades y solapamientos, sobre la transformación de esa misma vida cotidiana en el transcurso de las últimas décadas. O, si se prefiere, de las últimas crisis. La promesa del acceso a una información cultural sin límites es una cosa; y las pastillas, ya sean relajantes o estimulantes, son otra.
 
¿O quizá tengan ambas más que ver entre sí de lo que quisiéramos? ¿Es posible que la entelequia de una información pura, siempre al alcance del navegante, y la de una conexión directa a los estados de ánimo del usuario hayan ido siempre de la mano? ¿Son la inmediatez y la hipermediatez dos modelos culturales distintos o dos expresiones sucesivas de un mismo marco mental? ¿Cómo transforma esta nueva situación el ya casi centenario problema de la cultura de masas? Porque, en rigor, tampoco es novedad que el uso farmacológico y la comprensión estética de las obras a las que nos acercamos se solapen y superpongan. Es un problema ya viejo. Una vez más, la "revolución" radica en que ambas compartan espacio en un mismo dispositivo microelectrónico, que nos acompaña a todas partes y que, a veces, da la impresión de saber más de nosotros que nosotros de él.
 

Cita recomendada

DÍAZ, Ángel. «De la biblioteca universal al internet de los afectos». COMeIN [en línea], octubre 2021, no. 114. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n114.2162

cultura digital;  investigación;  música;  medios sociales;