En un momento histórico en el que la ciencia se abre como nunca, el mundo que la rodea parece volverse más opaco, más polarizado, incluso más hostil a la evidencia. ¿Cómo se explica esta paradoja? ¿Y qué podemos hacer el colectivo investigador como respuesta?
Durante décadas, la comunidad científica ha ido picando piedra para romper muros e inercias, ya fueran publicaciones cerradas a través de la lucha por el acceso abierto, o bien abriendo los datos de investigación para optimizar el proceso científico. Ha sido a partir del paradigma de la ciencia abierta que ha podido explicitar que el conocimiento científico es un bien público y facilitar que lo sea realmente. Un instrumento para una mejor democracia, en el fondo.
Pero mientras esta apertura se acelera, especialmente gracias a iniciativas políticas como por ejemplo Horizon Europe en el ámbito europeo o a marcos legislativos como por ejemplo la Ley de la Ciencia Española o la Estrategia Catalana de Ciencia Abierta, el contexto geopolítico y social parece girar en sentido contrario. El caso de los Estados Unidos es paradigmático: un país con instituciones científicas líderes que ve como figuras como por ejemplo Robert F. Kennedy Jr., nuevo secretario de Salud y Servicios Humanos, cuestionan vacunas e incluso a científicos y científicas.
Ciencia abierta vs. desinformación
Ciertamente, Kennedy Jr. ha hecho de la desinformación su capital político. Utiliza los mismos canales digitales que permitieron a la ciencia llegar más lejos para erosionar la confianza pública en la investigación. Con una retórica de defensa de las libertades individuales y una estética de disidencia, ha atacado a los consensos científicos en salud pública, desde las vacunas hasta los tratamientos contra la COVID-19. Desgraciadamente, los Estados Unidos no son la única excepción. Por todas partes, la ciencia se ve presionada por gobiernos autoritarios o populistas que la perciben como una amenaza a su relato.
Esta paradoja –una ciencia más abierta en un mundo más cerrado– exige una reflexión profunda. ¿Por qué, si el conocimiento científico es más accesible, la confianza social en la ciencia no aumenta proporcionalmente? ¿Por qué, si todos juntos hemos hecho esfuerzos para tener una ciencia más inclusiva, participativa y transparente, proliferan teorías de la conspiración que la acusan de ser una herramienta al servicio de las élites.
Una primera respuesta sería que la apertura por sí sola no garantiza comprensión. Abrir el acceso a los datos o a los artículos no implica que sean interpretables para todo el mundo. La complejidad creciente de la ciencia moderna, la fragmentación de los canales de información y el ruido digital hacen que el conocimiento, a pesar de estar disponible, a menudo no sea digerible ni útil para la ciudadanía. En un extremo nos podríamos encontrar que la ciencia, a pesar de ser más abierta, acabe siendo considerada como una política tecnocrática, pensada para científicos, gestores y editores, pero alejada de las verdaderas necesidades sociales. Es por eso que la ciencia ciudadana es a la vez una herramienta para la mejora de la ciencia, y de la sociedad a la cual sirve.
Por otro lado, la desinformación opera con herramientas afiladas: simplifica, emociona, polariza y separa. No busca convencer con datos, sino activar emociones que generen reacciones. Esto hace que la ciencia, que ya vimos con la COVID-19 que es muy rápida, se perciba como menos ágil de lo que las necesidades piden. Y cuando todavía vive en las incertidumbres, pierde la batalla de la inmediatez. Ante una crisis –como por ejemplo una pandemia o una emergencia climática– el relato científico, precisamente por ser riguroso, se ve superado por mensajes sencillos y alarmistas, a menudo amplificados por algoritmos pensados para maximizar la indignación y el consumo, pero nunca la verdad.
Acercando la ciencia abierta a la ciudadanía
Es en este contexto en el que la ciencia abierta debe dar un paso más. No basta con abrir: hace falta también conectar. Hay que reforzar las alianzas entre el colectivo investigador y los divulgadores científicos y la ciudadanía para construir una cultura crítica de la información. También hay que exigir más valentía política. Los gobiernos que promueven la ciencia abierta no pueden, a la vez, mirar hacia otro lado ante la propagación de la desinformación o la politización de la ciencia, y aprovechar para virar las necesidades hacia la seguridad, allí donde puede haber muchos recursos pero menos futuro. Y en este escenario, el papel de las instituciones del conocimiento, universidades, bibliotecas o centros de investigación es crucial. No solo tienen que abrir sus puertas, sino que vemos que también pueden convertirse en espacios de resistencia contra la banalización del saber.
En este marco, el colectivo investigador puede y debe asumir un rol más activo. Es fundamental tener una presencia clara y comprometida en las redes sociales, divulgar activamente los resultados y procesos científicos, responder a los discursos desinformadores sin miedo a la confrontación y, sobre todo, evitar la equidistancia con discursos anticientíficos. No todas las opiniones tienen el mismo valor cuando una está basada en evidencias y la otra en sospechas infundadas. Hay que dejar de lado la ambigüedad y defender la ciencia como herramienta de progreso, pero también como herramienta de cambio.
Porque, si la ciencia se abre pero el mundo se cierra, si compartimos datos pero no alfabetizamos, si exponemos evidencias pero no generamos confianza, habremos ganado transparencia, pero perdido influencia. Y esto, en tiempos de incertidumbre global, es un riesgo que no nos podemos permitir.
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Milad Fakurian / Unsplash.
Citación recomendada
LÓPEZ-BORRULL, Alexandre. «¿Una ciencia más abierta en un mundo más cerrado?». COMeIN [en línea], julio 2025, no. 156. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n156.2551