«Para educar a un niño, hace falta la tribu entera», reza un proverbio africano esgrimido a menudo por el pedagogo, filósofo y escritor José Antonio Marina. La inquietante a la par que sugerente miniserie de Netflix Adolescencia (Adolescence, 2025) voltea este axioma con maestría para plantearnos una cuestión tan acuciante como lacerante: ¿qué se necesita para deseducar a ese niño hasta conseguir que entre en la pubertad –alerta spoiler– convertido en un monstruo? ¿Basta igualmente una tribu (en este caso, una tribu muy tóxica) o se requieren también altas dosis de negligencia educacional?
La relevancia de su contenido y la valentía con la que se aborda han convertido esta producción británica en una serie de visionado casi obligado, aunque también ha recibido duros reproches. Especialmente, por parte de aquellos sectores ultras que se sienten más atacados por sus planteamientos y que no han dudado en recurrir a estrategias de desinformación para cuestionar su enfoque.
Desde un punto de vista estrictamente formal y narrativo, lo más celebrado de Adolescencia han sido esos prodigiosos planos secuencia en los que se desarrolla íntegramente cada episodio y cuya duración ronda… ¡los sesenta minutos! Al margen de esa meritoria y llamativa virguería técnica (ya vista en otras producciones del director de la serie, Philip Barantini), lo que más me sorprendió fue el protagonismo enfáticamente coral, con personajes que se posicionan como eventuales protagonistas de la narración pero que ya no reaparecen en los episodios restantes, cediendo así ese rol protagónico a personajes de nuevo cuño o a personajes ya entrevistos como secundarios y que después ocupan la centralidad del relato. Analizándolo a posteriori, imagino que lo que me cautivó de ese protagonismo dinámico es que refleja a la perfección la diversidad de factores que pueden acabar confluyendo en los espeluznantes acontecimientos relatados.
No es solo la familia. No son solo las amistades. No es solo el entorno escolar. No es solo el contexto social. No son solo esas plataformas digitales que propician una socialización espuria, a menudo con vocación manipuladora. Del mismo modo que ninguno de estos condicionantes puede garantizar por sí solo la óptima educación del menor (se requiere la implicación de toda la tribu), la serie parece abonar la hipótesis de que, para que todo descarrile trágicamente, también son múltiples los factores que deben convivir como desencadenantes de la tormenta perfecta.
Errores y negligencias
Ciertamente, el adolescente de trece años que, en la serie, es acusado del asesinato de una compañera no tiene ni de lejos la peor familia imaginable. Ni se relaciona con los peores amigos. Ni va al peor colegio. Ni vive en el peor barrio. Sin embargo, cada uno de estos actores falla a la hora de vislumbrar y evitar la tragedia en ciernes que se va fraguando en la desnortada mente del chico.
Que los padres no tengan ni idea de qué contenidos consume en las incontables horas que pasa en el entorno en línea –incluso de madrugada– no ayuda. Tampoco ayuda que su círculo de amigos le muestre su insana solidaridad instigándole a vengarse de las humillaciones sufridas e incluso proporcionándole el arma homicida. Ni que su colegio no sepa gestionar con mayor acierto el acoso escolar. Y así, ad nauseam hasta generar un lamentable cúmulo de negligencias y errores. Algunas negligencias más graves que otras, y algunos errores menos malintencionados que otros, pero todos ellos convertidos finalmente en cómplices necesarios de la fatalidad. Tampoco se requiere mucho más. Haciendo honor al axioma atribuido al filósofo irlandés del siglo XVIII Edmund Burke, «Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada».
De hecho, la aparente levedad de ese cúmulo de errores y negligencias, así como la consecuente dispersión de responsabilidades, provoca un doble efecto. Por un lado, nos genera la angustiosa sensación de que nadie está a salvo, de que algo parecido podría haberle ocurrido a nuestra familia, puesto que ni nuestro contexto ni nuestra praxis cotidiana difieren tanto –probablemente– de los vistos en la serie. Y, por otro lado, nos lleva a considerar las redes sociales y demás plataformas en línea como detonantes de la tragedia, puesto que cuesta imaginar que los demás factores de la ecuación puedan conducir a un desenlace tan desgarrador sin el concurso de dichas plataformas sociales.
En este sentido, la serie ha popularizado conceptos como el de la machosfera o manosfera (manosphere), un submundo del universo digital donde se promueve la masculinidad más tóxica, se normaliza la violencia machista y se difunde un discurso de odio contra la mujer. El impacto que toda esta inmundicia ideológica tiene en los más jóvenes –en un momento en el que aún están definiendo su identidad, su cosmovisión y su manera de relacionarse con el otro sexo– resulta potencialmente devastador, especialmente en aquellos niños y adolescentes que se sienten más aislados y más frustrados. La machosfera les ofrece justamente lo que más ansían: un sentido de pertenencia, una comunidad de la que formar parte. Enlazando con las primeras líneas de este artículo, podríamos decir que les conecta con esa tribu requerida para educarlos, aunque desgraciadamente se trate de una (anti)educación que emponzoña sus mentes con prejuicios, rencores y desprecio.
¿Prohibir o educar?
¿Prohibir el uso de las redes sociales a los menores es la última salvaguarda que nos queda ante semejante amenaza, en sintonía con las diversas iniciativas que últimamente se están impulsando desde distintos gobiernos nacionales y transnacionales? Responder a esta cuestión requeriría otro artículo, pero, dado que –al margen de la idoneidad o no de una medida como esta– existen dudas razonables sobre la capacidad real de aplicar de forma efectiva tal prohibición, en el ínterin más nos vale no dejar a los más pequeños solos ante el peligro.
Debemos escucharlos, acompañarlos, interesarnos por los contenidos que consumen, hablar con ellos abiertamente de temas críticos, concienciarles. En definitiva, educarlos. A sabiendas de que no es una tarea sencilla, pero a sabiendas también de que, si como sociedad negligimos en la asunción de esta responsabilidad, siempre surgirá alguna tribu dispuesta a ocupar nuestro lugar pisoteando el progreso que tan trabajosamente hemos alcanzado a lo largo de las últimas décadas, promoviendo una ideología extremadamente rancia y retrógrada que –no hace tanto tiempo– ya habíamos creído ilusamente en vías de extinción y provocando un grave retroceso en materia de derechos humanos. Un retroceso que no podemos ni debemos permitirnos porque, tal como dije hace ya casi diez años y no me resisto a reiterar ahora, «no hay nada como los derechos humanos para hacernos sentir a todos parte de una misma tribu. Esa tribu que denominamos humanidad».
Imagen de portada:
Cartel promocional de ‘Adolescencia’. Fuente: Netflix.
Citación recomendada
LALUEZA, Ferran. «‘Adolescencia’: tribus, educación y redes sociales». COMeIN [en línea], mayo 2025, no. 154. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n154.2540