¿Cuál es el género audiovisual que mejor da voz e ilumina la memoria colectiva? ¿Qué materialidad artística evoca mejor la importancia del tiempo vivido? Me disponía a pensar sobre estas cuestiones centrales para mi proyecto de investigación sobre arqueologías visuales en este artículo escrito algo deprisa y corriendo −como lo hacemos casi todo en esta vida−, cuando, de repente, los ritmos se detienen. Me avisan de que ha muerto Antoni Mercader, investigador, creador y tejedor de infinitas alianzas culturales durante más de cincuenta años en Cataluña. La vida interrumpe el flujo de la producción académica e impone el tempo del luto: frenar y caminar hacia atrás.
En un artículo previo, a raíz del éxito del film El 47, repasábamos el insuficiente trabajo que ha hecho el cine para explicar la ciudad de Barcelona en las últimas décadas. Este déficit se entiende, en parte, por la función que otras artes y técnicas visuales asumieron desde la Transición hasta hoy. Es el caso del vídeo y la televisión, en sus diferentes expresiones más o menos institucionalizadas, así como el de la fotografía en el ámbito más artístico. Aun así, fue el diseño –en un sentido integral: como disciplina comunicativa, como gremio y como sello de identidad– lo que realmente explicó Barcelona. Otra cosa es de qué forma y con qué espíritu crítico lo hizo.
El estreno de una película honesta y llena de vigor como El 47 (Marcel Barrena, 2024), producida por Mediapro Studios, ha disparado muchas discusiones sobre la lengua y la inmigración en Cataluña, pero no tantos debates sobre las luchas vecinales que se sucedieron durante años en diferentes barrios de Barcelona, cómo es el caso de Torré Baró en el caso del film. Un autobús y un trayecto inimaginable hasta la cima de un cerro se convierten en el McGuffin para coser emocionalmente el vínculo roto entre ciudad y periferias.
Las protestas a favor de Palestina y en contra de la violencia del Estado de Israel en la Universidad de Columbia (Nueva York) en abril de 2024 son mucho más que un estallido puntual de rabia. Aportan muchos significados para una gramática renovada de la revuelta. De entrada, son la enésima emergencia del movimiento estudiantil global, que arrancaría en la propia universidad en abril de 1968. Pero también nos hablan de las profundas vinculaciones entre educación superior e intereses financieros de dudosa base ética.
La reciente irrupción de nuevas protestas estudiantiles en la Universidad de Columbia y, por extensión, en las universidades de todo el país, nos habla sobre todo de los cambios demográficos y sociales que la sociedad norteamericana ha vivido a lo largo de las últimas décadas: las mujeres, las múltiples nacionalidades y razas, y también los nuevos medios de transmisión toman la palabra para influir en una nueva época. Finalmente, nos recuerda la enorme incidencia que tiene la «cuestión judía» en la ciudad de Nueva York y en las instituciones académicas más elitistas de los Estados Unidos.
La inteligencia artificial ha dejado de ser una tecnología o una problemática de nuestros tiempos, es ya una tautología que anula cualquier forma de reflexión crítica sobre la condición cíborg del humano actual. Es un ejemplo el protagonismo absoluto que ha tenido en la decimoctava edición del Mobile World Congress (MWC, 2024), celebrado en Barcelona este pasado febrero. El comportamiento del hombre tecnológico es un síntoma de que quien determina hoy nuestra identidad son las empresas tecnológicas y su extractivismo computacional (Gozalo Salellas, 2023; Sadin, 2020).
Las nuevas tecnologías no solo ofrecen un control inédito sobre nuestras vidas, sino que condicionan las conductas. La nueva fiebre contemporánea por las narrativas apocalípticas se diferencia de una tradición que es tan antigua como lo son la literatura, el cine y la radio por un hecho escalofriante: las formas apocalípticas actuales se producen en la esfera de lo real o, incluso, la superan mediante tecnologías como los videojuegos o la inteligencia artificial.
A raíz del progreso de las sofisticadas tecnologías de control digital, hoy más que nunca resurge el referente de 1984, la distopía literaria orwelliana convertida en mitología del siglo XX. En esta obra, se ilustraba sutilmente cómo funcionaban las dictaduras del primer tercio del siglo pasado. Menos se habla de una nueva experiencia cercana a Un mundo feliz, la distopía de Huxley con la que se inauguraba la crítica cultural en el capitalismo industrial de los años veinte y treinta.
El dúo Twitter-Musk no para de darnos titulares. El peligro de quiebra técnica por la reducción de trabajadores expertos en infraestructura tecnológica es el último capítulo de una corta pero intensa historia de terror de la era de internet: el miedo a la pérdida de la memoria digital, tan poco atendida en estos tiempos de condición efímera en los que la inmediatez, la fugacidad y la aceleración se imponen.
La muerte voluntaria del cineasta e intelectual francosuizo Jean-Luc Godard por suicidio asistido ante la imposibilidad de hacer frente a los daños paliativos diagnosticados constituye el último acto de rebeldía de la gran mente privilegiada –tan revolucionaria formalmente como osada y polémica– del arte del siglo XX. El cine queda huérfano, de músculo y de alma.