Las protestas a favor de Palestina y en contra de la violencia del Estado de Israel en la Universidad de Columbia (Nueva York) en abril de 2024 son mucho más que un estallido puntual de rabia. Aportan muchos significados para una gramática renovada de la revuelta. De entrada, son la enésima emergencia del movimiento estudiantil global, que arrancaría en la propia universidad en abril de 1968. Pero también nos hablan de las profundas vinculaciones entre educación superior e intereses financieros de dudosa base ética.
La reciente irrupción de nuevas protestas estudiantiles en la Universidad de Columbia y, por extensión, en las universidades de todo el país, nos habla sobre todo de los cambios demográficos y sociales que la sociedad norteamericana ha vivido a lo largo de las últimas décadas: las mujeres, las múltiples nacionalidades y razas, y también los nuevos medios de transmisión toman la palabra para influir en una nueva época. Finalmente, nos recuerda la enorme incidencia que tiene la «cuestión judía» en la ciudad de Nueva York y en las instituciones académicas más elitistas de los Estados Unidos.
La inteligencia artificial ha dejado de ser una tecnología o una problemática de nuestros tiempos, es ya una tautología que anula cualquier forma de reflexión crítica sobre la condición cíborg del humano actual. Es un ejemplo el protagonismo absoluto que ha tenido en la decimoctava edición del Mobile World Congress (MWC, 2024), celebrado en Barcelona este pasado febrero. El comportamiento del hombre tecnológico es un síntoma de que quien determina hoy nuestra identidad son las empresas tecnológicas y su extractivismo computacional (Gozalo Salellas, 2023; Sadin, 2020).
Las nuevas tecnologías no solo ofrecen un control inédito sobre nuestras vidas, sino que condicionan las conductas. La nueva fiebre contemporánea por las narrativas apocalípticas se diferencia de una tradición que es tan antigua como lo son la literatura, el cine y la radio por un hecho escalofriante: las formas apocalípticas actuales se producen en la esfera de lo real o, incluso, la superan mediante tecnologías como los videojuegos o la inteligencia artificial.
A raíz del progreso de las sofisticadas tecnologías de control digital, hoy más que nunca resurge el referente de 1984, la distopía literaria orwelliana convertida en mitología del siglo XX. En esta obra, se ilustraba sutilmente cómo funcionaban las dictaduras del primer tercio del siglo pasado. Menos se habla de una nueva experiencia cercana a Un mundo feliz, la distopía de Huxley con la que se inauguraba la crítica cultural en el capitalismo industrial de los años veinte y treinta.
El dúo Twitter-Musk no para de darnos titulares. El peligro de quiebra técnica por la reducción de trabajadores expertos en infraestructura tecnológica es el último capítulo de una corta pero intensa historia de terror de la era de internet: el miedo a la pérdida de la memoria digital, tan poco atendida en estos tiempos de condición efímera en los que la inmediatez, la fugacidad y la aceleración se imponen.
La muerte voluntaria del cineasta e intelectual francosuizo Jean-Luc Godard por suicidio asistido ante la imposibilidad de hacer frente a los daños paliativos diagnosticados constituye el último acto de rebeldía de la gran mente privilegiada –tan revolucionaria formalmente como osada y polémica– del arte del siglo XX. El cine queda huérfano, de músculo y de alma.
Con la noticia no consumada de la adquisición de Twitter, el nuevo protagonismo de Elon Musk en el mundo de las empresas tecnológicas de Silicon Valley nos desvela que ya estamos de pleno en una segunda fase del capitalismo del big data: se abandona el feudalismo tecnológico de carácter utopista para entrar en una plutocracia extractivista en la que el sector tecnológico es solo un mercado más en el sueño imperial de poseer un nuevo mundo que hay detrás de los pasos de Elon Musk o Jeff Bezos.
Si la muerte de José Pérez Ocaña, Ocaña, interrumpía el retrato más radical de la Transición española en 1983, casi cuarenta años después los adioses de Miguel Gallardo y de Pau Riba sellan una etapa en Barcelona y en el Estado español narrada por el underground cultural. Se resisten al epitafio definitivo unas pocas figuras como Nazario Luque Vera, Nazario.